viernes, 27 de abril de 2012

Nils Christie, “La Industria del Control del Delito ¿La nueva forma de Holocausto?” Eficiencia y Decencia / Nils Christie “Crime Control as Industry. Towards GULAGS, Western Style?

Photography: Juan Castro Bekios, Oslo, Norway
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Las sociedades occidentales enfrentan dos problemas principales: la distribución desigual de la riqueza y la distribución desigual del acceso al trabajo remunerado. Ambos problemas pueden dar lugar a disturbios. La industria del control del delito está preparada para enfrentarlos: provee ganancias y trabajo al mismo tiempo que produce control sobre quienes de otra manera perturbarían el proceso social.
    En comparación con la mayoría de las industrias, la industria del control del delito se encuentra en una situación más que privilegiada. No hay escasez de materia prima: la oferta de delito parece ser infinita. También son infinitas la demanda de este servicio y la voluntad de pagar por lo que se considera seguridad. Y los planteos habituales sobre la contaminación del medio ambiente no existen. Por lo contrario, se considera que esta industria cumple con tareas de limpieza, al extraer del sistema social elementos no deseados. Muy pocas veces quienes trabajan dentro de una industria dicen que en un momento dado su tamaño es el correcto. Nunca dicen: “ahora somos importantes, tenemos una buena posición, no queremos crecer más”. Un impulso de expansión está incorporado al pensamiento industrial, aunque más no sea para combatir la competencia. La industria del control del delito no es una excepción. Pero tiene ventajas muy particulares, porque provee armas para lo que se suele ver como una guerra permanente contra el crimen. La industria del control del delito es como los conejos en Australia o los visones salvajes en Noruega… ¡ Hay tan pocos enemigos naturales!
La creencia en ese estado de guerra es uno de los fuertes motores del desarrollo de esta industria. Otro es una adaptación general a las características del pensamiento, la organización y el comportamiento del mundo industrializado. La institución de la ley se encuentra en medio de un proceso de cambio. El antiguo símbolo era una mujer con los ojos vendados y la balanza en la mano. Su tarea era poner en equilibrio un gran número de valores opuestos. Esa tarea ya no es tal. Se ha producido una revolución silenciosa en el seno de la institución de la ley; una revolución que brinda mayores oportunidades de crecimiento para la industria del control del delito.”

       “…en la situación actual, extraordinariamente propicia para el crecimiento, resulta particularmente importante comprender que el tamaño de la población carcelaria es una cuestión normativa. Al mismo tiempo, somos libres y estamos obligados a tomar una decisión. Es necesario ponerle límites al crecimiento de la industria carcelaria. Nos encontramos en una situación en la que resulta crucial discutir seriamente hasta dónde se puede permitir que se extienda el sistema de control formal. Las ideas, los valores, la ética -y no el empuje industrial- deben determinar los límites del control, deben disponer cuándo es suficiente. El tamaño de la población carcelaria depende de ciertas decisiones. Somos libres de elegir. Es solamente cuando no tomamos conciencia de esta libertad que las condiciones económico-materiales reinan libremente. El control del delito es una industria. Y las industrias deben mantenerse dentro dé ciertos limites. Este libro trata sobre la expansión de la industria carcelaria y también sobre las fuerzas morales que se le oponen.
Nada de lo que aquí se ha dicho significa que la protección de la vida, la integridad física y la propiedad no sean importantes en la sociedad moderna. Por lo contrario, vivir en sociedades de gran escala a menudo significará vivir en un entorno en el que los representantes de la ley y el el orden son considerados la garantía básica de seguridad. Es inútil pasar por alto este problema. Todas las sociedades modernas deberán hacer algo con respecto a lo que en general se percibe como el problema del delito. Los estados deben controlar este problema; tienen que dedicarle dinero, personal y edificios. Lo que sigue no es un alegato por el retorno a una etapa de la vida en sociedad sin control formal. Es un llamado a reflexionar sobre los límites.” [1]






[1]  Nils Christie, La industria del Control del Delito ¿La Nueva Forma del Holocausto? Editores del Puerto, segunda edición, Buenos Aires, 1993, pp. 21 a 23.

martes, 24 de abril de 2012

Gúnther Jakobs: La Pena como Contradicción o como Aseguramiento

Photography: Juan Castro Bekios,former Humberstone Saltpeter Office, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Cuando en el presente texto se hace referencia al Derecho penal del ciudadano y al Derecho penal del enemigo, ello en el sentido de dos tipos ideales que difícilmente aparecerán llevados a la realidad de modo puro: aun en el enjuiciamiento de un hecho delictivo cotidiano que provoca poco más que tedio -Derecho penal del ciudadano – se mezclará al menos una leve defensa frente a riesgos futuros -Derecho penal del enemigo-, e incluso el terrorista más alejado de la esfera ciudadana es tratado al menos formalmente como persona, al concedérsele en el proceso penal los derechos de un acusado ciudadano. Por consiguiente, no puede tratarse de contraponer dos esferas aisladas del Derecho penal, sino de describir dos polos de un solo mundo o de mostrar dos tendencias
opuestas, en un solo contexto jurídico-penal. Tal descripción revela que es perfectamente posible que estas tendencias se superpongan, es decir, que se solapen aquellas conducentes a tratar al autor como persona y aquellas otras dirigidas a tratarlo como fuente de peligro o como medio para intimidar a otros. Quede esto dicho como primera consideración.
En segundo lugar debe acotarse cori carácter previo que la denominación Derecho penal del enemigo no en todo caso pretende ser peyorativa. Ciertamente, un Derecho penal del enemigo es indicativo de una pacificación insuficiente; sin embargo, ésta no necesariamente debe achacarse siempre a los pacificadores, sino puede que también a los rebeldes. Además, un Derecho penal del enemigo al menos implica un comportamiento desarrollado con base en reglas, en lugar de una conducta espontánea e impulsiva. Hechas estas reflexiones previas, comenzaré con la parte intermedia de los conceptos, con la pena.
La pena es coacción; es coacción -que aquí sólo será abordada de manera sectorial- de diversas clases, mezcladas en íntima combinación. En primer lugar, está la coacción en cuanto portadora de un significado, portadora de la respuesta al hecho: el hecho, como hecho de una persona racional, significa algo, significa una desautorización de la norma, un ataque a su vigencia, y la pena también significa algo, significa que la afirmación del autor es irrelevante y que la norma sigue vigente sin modificaciones, manteniéndose, por lo tanto, la configuración de la sociedad. En esta medida, tanto el hecho como la coacción penal son medios de interacción simbólica, y el autor es tomado en serio en cuanto persona; pues si fuera incompetente, no sería necesario contradecir su hecho.
Sin embargo, la pena no sólo significa algo, sino que también produce físicamente algo: así, por ejemplo, el preso no puede cometer delitos fuera del centro penitenciario: una prevención especial segura durante el lapso efectivo de la pena privativa de libertad. Cabe pensar que es improbable que la pena privativa de libertad se hubiera convertido en la reacción habitual frente a hechos de cierta gravedad si no concurriera en ella este efecto de aseguramiento. En esta medida, la coacción no pretende significar nada, sino quiere ser efectiva, lo que implica que no se dirige contra la persona en Derecho, sino contra el individuo peligroso. Esto quizás se advierta con especial claridad si se pasa del efecto de aseguramiento de la pena privativa de libertad a la custodia de seguridad en cuanto medida de seguridad ( 5 61 núm. 3, 66 StGB): en ese caso, la perspectiva no sólo contempla retrospectivamente el hecho pasado que debe ser sometido a juicio, sino que también se dirige -y sobre todo- hacia delante, al futuro, en el que una tendencia a [cometer] hechos delictivos de considerable gravedad podría tener efectos peligrosos para la generalidad (3 66, párr. 1.0, núm. 3 StGB). Por lo tanto, en lugar de una persona que de por sí es competente y a la que se contradice a través de la pena aparece el individuo peligroso, contra el cual se procede -  en este ámbito: a través de una medida de seguridad, no mediante una pena- de modo físicamente efectivo: lucha contra un peligro en lugar de comunicación, Derecho penal del enemigo (en este contexto, Derecho penal al menos en un sentido amplio: la medida de seguridad tiene como presupuesto la comisión de un delito) en vez de Derecho penal del ciudadano, y la voz Derecho significa en ambos conceptos algo claramente diferente, como habrá de mostrarse más adelante.
Lo que cabe encontrar en la discusión científica de la actualidad respecto de este problema es poco, con tendencia a nada. Y es que no cabe esperar nada de aquellos que buscan razón en todas partes, asegurándose a sí mismos tenerla directamente y proclamándola siempre en tono altivo, en lugar de imponerse la labor de configurar su subjetividad examinando aquello que es y puede ser. Sin embargo, la filosofía de la Edad Moderna enseña lo suficiente como para por lo menos estar en condiciones de abordar el problema.”[1]





[1] Gúnther Jakobs / Manuel Cancio Meliá, Derecho penal del Enemigo, Civitas Ediciones, Madrid, 2003, pp. 21 a 25.

domingo, 22 de abril de 2012

Violencia, Derecho Penal y Control Social en Muñoz Conde

Fotografía: Juan Castro Bekios, Frankfurt, Germany
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Hablar del Derecho penal es hablar, de un modo u otro, siempre de la violencia. Violentos son generalmente los casos de los que se ocupa el Derecho penal (robo, asesinato, violación, rebelión). Violenta es también la forma en que el Derecho penal soluciona estos casos (cárcel, manicomio, suspensiones e inhabilitaciones de derechos). El mundo está preñado de violencia y no es, por tanto, exagerado decir que esta violencia constituye un ingrediente básico de todas las instituciones que rigen este mundo. También del Derecho penal. Desde luego sería mejor o, por lo menos, más agradable que alguna vez la violencia dejara de gobernar las relaciones humanas. Pero en ningún caso podemos deformar ideológicamente los hechos y confundirlos con nuestros más o menos buenos o bienintencionados deseos. La violencia está ahí, a la vista de todos y practicada por todos: por los que delinquen y por los que definen y sancionan la delincuencia, por el individuo y por el Estado, por los pobres y por los ricos. Pero no toda la violencia es siempre juzgada o valorada por igual. Ciertamente no es  mismo matar para comer que matar para que otros no coman, pero la violencia no siempre aparece en las relaciones humanas de una manera tan simple, sino que adopta modos y formas de expresión más complejas y sutiles. La violencia es, desde luego, un problemática social, pero también un problema semántico, porque sólo a partir de un determinado contexto social, político o económico puede ser valorada, explicada, condenada o defendida. No hay, pues, un concepto de violencia estático o ahistórico, que puede darse al margen del contexto social en el que surge. Tampoco hay una fórmula mágica, un criterio objetivo, válido para todo tiempo y lugar que nos permita valorar apriorísticamente la «bondad» o «maldad» de un determinado tipo de violencia.
 ¿Cuántos terroristas y criminales de guerra de ayer no son hoy personas respetables e incluso aparecen rodeados con la aureola del héroe? ¿Cuántas personas respetables y héroes de hoy no pueden ser terroristas y criminales mañana? ¿Dónde están las diferencias, no cuantitativas ni pragmáticas, entre el bombardeo en «acción de guerra», en el que mueren miles de personas, y el atentado terrorista en el que mueren varias personas?
La respuesta a estos interrogantes probablemente no se va a encontrar nunca o, por lo menos, nunca a tiempo. Nada hay en este asunto que sea valorativamente neutro y nada más difícil que valorarlo objetivamente. Nuestros juicios de valor son necesariamente subjetivos y siempre corren el riesgo de quedar superados por la realidad inexorable de los hechos. Somos hijos de nuestro tiempo, tenemos limitaciones de todo tipo y vivimos en un determinado contexto, al que no podemos sustraernos, aunque sí aceptarlo, criticarlo o atacarlo. Pero dentro de estas coordenadas, históricamente condicionadas, hay que dar respuesta a los problemas que, como el de la violencia institucionalizada, surgen cada día. La respuesta es evidentemente, por una u otra razón, siempre incómoda y quizás, a veces, implique algún tipo de riesgo no simplemente intelectual. Pero no podemos tampoco ocultar la cabeza bajo el ala y «pasando de todo» escurrir el bulto de una decisión racionalmente fundada. En el fondo es algo más que una cuestión ética, es también una simple cuestión de simetría, de coherencia, lo que, de acuerdo con la ideología y, en última instancia, con la conciencia de cada uno, obliga a dar respuesta a los interrogantes antes planteados.
El Derecho penal, tanto en los casos que sanciona, como en la forma de sancionarlos, es, pues, violencia; pero no toda la violencia es Derecho penal. La violencia es una característica de todas las instituciones sociales creadas para la defensa o protección de determinados intereses, legítimos o ilegítimos. La violencia es, por tanto, consustancial a todo sistema de control social. Lo que diferencia al Derecho penal de otras instituciones de control social es simplemente la formalización del control, liberándolo, dentro de lo posible, de la espontaneidad, de la sorpresa, del coyunturalismo y de la subjetividad propios de otros sistemas de control social. El control social jurídico penal es, además, un control normativo, es decir, se ejerce a través de un conjunto de normas creadas previamente al efecto.
Lo que sigue es, pues, una reflexión sobre el Derecho penal, pero sobre el Derecho penal como parte de un sistema de control social mucho más amplio, al que, de un modo u otro, es inherente el ejercicio de la violencia para la protección de unos intereses. También la crítica a esos intereses o a la forma de protegerlos por el Derecho penal constituirá en todo momento objeto de nuestra reflexión, teniendo siempre en cuenta que el Derecho penal no es todo el control social, ni siquiera su parte más importante, sino sólo la superficie visible de un «iceberg», en el que lo que no se ve es quizás lo que realmente importa.”[1]




[1] Francisco Muñoz Conde, Derecho Penal y Control Social, Fundación Universitaria de Jerez, Jerez, 1985, pp. 16 a 18.

sábado, 21 de abril de 2012

"Una Visión Desde Dentro", Louk Hulsman y el Encierro en Prisión / "Visto dal di dentro", Louk Hulsman, l’incarcerazione.

Photography: Juan Castro Bekios, Oslo, Norway
Fotografía: Juan Castro Bekios
"Esforcémonos en imaginar e interiorizar lo que es el encierro en la prisión. Se nos ha enseñado a pensar en la prisión desde un punto de vista puramente abstracto. Son puestos en primer lugar el «orden», el ineteress «orden∫∂®†¥  ≠´‚¬÷“”≠´‚. «el interés general», la«seguridad pública», «la defensa de los valores sociales» ... Se nos hace creer -y es sólo una ilusión siniestra- que, para ponernos al abrigo de las «acciones de la delincuencia», es necesario, ¡y suficiente!, meter en la cárcel a algunas decenas de miles de personas. De la gente encerrada en nuestro nombre, se nos habla muy poco…
No es poca cosa privar a alguien de su libertad. El solo hecho de estar encerrado, de no poder ir y venir, al aire libre, a donde nos plazca, de no poder encontrar a quien tenemos ganas de encontrar, ¿no es esto, de suyo, un mal extremadamente penoso? El encarcelamiento es esto, desde luego.
Pero es también un castigo corporal. Se dice que los castigos corporales han sido abolidos, pero no es verdad. He ahí la prisión, que degrada la incolumidad corporal: la privación de aire, de sol, de luz, de espacio, el confinamiento entre cuatro muros estrechos, el paseo entre rejas, la promiscuidad con compañeros no deseados, en condiciones sanitarias humillantes, el olor, el color de la prisión, las comidas siempre frías, en que predominan las féculas hervidas (no es por azar que las caries dentarias y las molestias digestivas se suceden entre todos los detenidos); tales sufrimientos físicos implican una lesión corporal que deteriora lentamente.
A este primer mal hay que añadir una cadena de otros que alcanzan al detenido, al perder su libertad, en todos los niveles de la vida personal. El que vive de un salario y tenía un empleo, pierde éste de inmediato. Pierde asimismo la posibilidad de conservar su casa y asumir las cargas de su familia. Se encuentra separado de ésta, con todos los problemas morales que tal tipo de separación entraña: su mujer o compañera, expuesta a fuerzas hostiles (tal vez vecinos mal intencionados, o un patrón que le exige que deje su empleo); sus hijos, marcados en adelante por el estigma: «Su padre ha estado en la cárcel». Bruscamente desconectado del mundo, el reo experimenta un alejamiento total de lo que ha conocido y amado
El condenado a prisión penetra en un universo alienante en el cual toda relación está falseada, ya que la prisión es mucho más todavía que la privación de libertad y sus secuelas. No consiste sólo en retirarse del mundo normal de la actividad y del afecto; es también, sobre todo, la entrada en un universo artificial donde todo es negativo. Tal es lo que hace de la prisión un mal social específico: es un sufrimiento estéril.
Todo sufrimiento no es necesariamente un mal; hay sufrimientos benéficos que hacen progresar en el conocimiento de uno mismo y abren vías nuevas que nos reconcilian y hacen mejores. La prisión es un sufrimiento no creador, carente de sentido. Este sufrimiento es u n contrasentido.
Las ciencias humanas nos dan una idea de la extensión del mal. Comprueban que ningún beneficio puede obtenerse de la prisión, ni para aquel a quien se encierra, ni para su familia, ni para la sociedad. Las reglas de vida en la prisión hacen prevalecer las relaciones de pasividad- agresividad y de dependencia-dominación, no dejan prácticamente lugar alguno para la iniciativa y el diálogo; dichas reglas alimentan el desprecio de la persona y son infantilizantes. El hecho de que, durante el encierro, los impulsos sexuales sólo puedan expresarse en la forma de los sucedáneos fantasmales, la masturbación o la homosexualidad, acrecienta el aislamiento interior. El omnipresente clima de coerción desvaloriza la estima de uno mismo, hace olvidar la comunicación auténtica con los otros, paraliza la elaboración de actitudes y comportamientos que resulten socialmente aceptables para el día de la liberación. En la prisión pierden los hombres su personalidad y su sociabilidad."[1]





“Sforzatevi d’immaginare, provate a interiorizzare, cosa siano il carcere, l’incarcerazione. Ci insegnano a pensare al carcere da un punto di vista puramente astratto. Si mette avanti l’“ordine”, l’“interesse generale”, la “sicurezza pubblica”, la “difesa dei valori sociali”... Ci viene fatto credere, ed è un’illusione sinistra, che per metterci al riparo dalle “imprese criminali”, sia necessario – e sufficiente! – buttare in cella decine di migliaia di persone. Ci viene detto assai poco degli uomini rinchiusi in nostro nome...

Privare qualcuno della sua libertà, non è una cosa da niente. Il solo fatto d’essere recluso, di non poter andare e venire, all’aria aperta, dove vi pare, di non potere più incontrare chi si desideri incontrare, non è un male estremamente sentito? La carcerazione, è già questo.

È pure un castigo corporale. Si dice che i castighi corporali siano stati aboliti, ma non è vero: c’è il carcere che degrada i corpi; la privazione d’aria, di sole, di luce, di spazio, il confinamento tra quattro strette mura, la passeggiata sotto delle reti, la promiscuità con dei compagni non desiderati in condizioni
sanitarie umilianti, l’odore, il colore della prigione, i pasti sempre freddi in cui predominano i carboidrati – non è senza ragione che le carie dentarie e i disturbi della digestione colpiscano i detenuti uno appresso all’altro! Sono queste tutte traversie fisiche che aggrediscono il corpo, lo deteriorano lentamente.
Questo primo male ne trascina altri, a catena, che colpiscono il detenuto a tutti i livelli della sua vita personale. Perdendo la propria libertà, colui che vive di salario e aveva un posto di lavoro, perde súbito questo posto. Perde nello stesso tempo la possibilità di salvaguardare il suo tetto e di far fronte ai suoi impegni familiari. Si ritrova separato dalla famiglia, con tutti i problemi morali che comporta questo tipo di separazione: sua moglie o la sua compagna alle prese con forze ostili (forse dei vicini malevoli, un padrone rigido che la licenzia...), i suoi bambini colpiti ormai dallo stigma: “suo padre è finito in prigione”. Bruscamente tagliato fuori dal mondo, egli sperimenta una lontananza totale riguardo a ciò che ha conosciuto e amato.
Inoltre, il condannato al carcere entra in un universo alienante, dove ogni relazione è distorta. Perché il carcere è molto di più che la privazione di libertà con tutte le sue conseguenze. Esso non è solamente ritiro dal mondo normale dell’attività e degli affetti, è anche e soprattutto ingresso in un universo artificiale dove tutto è negativo. Ecco cos’è che fa del carcere un male sociale specifico: esso è una sofferenza sterile.
Non ogni sofferenza è un male; ci sono sofferenze benefiche, che fanno progredire nella conoscenza di sé e aprono nuove vie, che avvicinano agli altri e ci rendono migliori. La carcerazione è una sofferenza non creatrice, non portatrice di senso. Questa sofferenza è un non-senso.
Le scienze umane ci danno un’idea dell’estensione del male. Esse constatano che nessun beneficio può esser tratto dall’imprigionamento, per nessuno, né per colui che viene rinchiuso, né per la sua famiglia, né per la “società”. Le regole di vita, in carcere, fanno prevalere relazioni di passività-aggressività e di dipendenza-dominio che non lasciano praticamente spazio alcuno per l’iniziativa e il dialogo; ese mantengono il disprezzo per le persone, sono infantilizzanti. Il fatto che, durante la reclusione, le pulsioni sessuali possano solo esprimersi nella forma di succedanei fantasmatici, di masturbazione o di omosessualità, accresce l’isolamento interiore. L’onnipresente clima di coercizione svalorizza la stima di sé, fa disimparare l’autentica comunicazione col prossimo, paralizza l’elaborazione di atteggiamenti e comportamenti socialmente accettabili per il giorno della liberazione. In carcere, gli uomini vengono spersonalizzati e desacralizzati.”*



[1] Louk Hulsman, Jacqueline Bernat De Celis, Sistema Penal y Seguridad Ciudadana: Hacia Una Alternativa, Editorial Ariel S.A. Barcelona, 1984, pp. 49 a 51.





*Louk Hulsman / Jacqueline Bernat de Célis, "Pene Perdute", Il sistema penale messo in discussione.




miércoles, 18 de abril de 2012

El Derecho Penal Liberal en Jiménez de Asúa

Photography: Juan Castro Bekios, Stavanger, Norway
Fotografía Juan Castro Bekios
“En efecto; el Derecho penal liberal, que Dannenberg estudió y que todavía en 1933 hubo de defender Kern, era la expresión de la época individualista y el que mejor garantizaba las conquistas del liberalismo. En el Código penal francés de 1791 quedaron plenamente plasmados los principios revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad. El principio de libertad  está encamado, en el famoso apotegma nullum crimen, nulla poena sine lege,  que los alemanes quieren vincular a Feuerbach, y que en realidad se origina en la filosofía de Rousseau. El de igualdad  se plasma en la figura del delito —"tipo", dirían más tarde los penalistas modernos—; es decir, en la definición objetiva de cada una de las especies delictivas, y con tanto rigor se exigió, que el Código de 1791 no admitía diferencias subjetivas en cada delito concreto, lo que era absurdo, ya que la verdadera igualdad consiste en tratar desigualmente a los seres desiguales. Por eso se introducen luego circunstancias atenuantes en la legislación francesa. Mas el tipo o figura de delito se mantiene en el Derecho penal liberal, como garantía de la libertad, puesto que es consecuencia de la máxima nullum crimen sine lege, y  como esencia de la igualdad penal, ya que ante el delito in species  no hay privilegios personales. Por último, el principio de fraternidad  se traduce en Derecho penal en la dulcificación y benignidad de las penas. La Revolución Francesa asegura definitivamente el movimiento, de antes citado, en pro de la abolición del tormento y de los suplicios atroces.
Todas las legislaciones contemporáneas, con excepción de los estados autoritarios, han consagrado los principios liberales del Derecho penal, y fue el clasicismo el que más enérgicamente los protegió.”(1)


(1) Jiménez de Asúa, Luis, Principios de Derecho Penal, La ley y El Delito, Abeledo Perrot, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1990. p.69.

martes, 17 de abril de 2012

Jean Paul Marat y su Plan de Legislación Criminal en Jiménez de Asúa

Jean Paul Marat
Jean Paul Marat
“El 15 de febrero de 1777 apareció en la Gazette de Berne el anuncio para premiar un plan completo de legislación criminal. Marat —el que después fue famoso revolucionario— se puso seriamente a trabajar y dos años después envió el manuscrito que será conocido en lo sucesivo con el título de Plan de Législation criminelle, considerado por su autor como 'la menos imperfecta de todas sus obras".
 No se olvide que Marat no era abogado, sino médico; por eso su trabajo está lejos de ser una simple disertación técnica. A propósito del tema que se propone desarrollar expone múltiples cuestiones de su repertorio favorito, y no es de extrañar que en esta Memoria reproduzca párrafos enteros de su obra anterior, Les Chaínes de L’ Esclavage.
Las convicciones políticas de Marat, a medida que avanza en la existencia, ganan en amplitud y profundidad, pero en el fondo permanecen siendo las mismas.
El "Discurso preliminar" que abre su Memoria es de una violencia extrema. Es cierto que no encierra pensamientos nuevos y que Marat ha puesto a contribución las obras de los autores entonces en boga: Rousseau y Mably, Beccaria y Morellet, y hasta su enemigo jurado, Voltaire. Pero al pasar por su ardiente temperamento, las disertaciones académicas se transforman en gritos de revuelta.
La idea fundamental de Marat es que todas las leyes existentes, nada valen, que son por excelencia ilegítimas, arbitrarias, contra la moral y el buen sentido, y no se deben tomar en cuenta. Contra el régimen de clase dispara sus más terribles adjetivos, y como estima que todo lo disfrutan los ricos y nada los pobres, advierte a éstos que deben prepararse a la reconquista de sus derechos. El primero de éstos es el de asegurar su existencia material. Ante todo, es preciso
que el hombre pueda subsistir.
El jurado de Berna no parece que gustó de estas reflexiones, pues aunque no consta cómo se apreciaron las teorías sociales y jurídicas de Marat, es lo cierto que no se le otorgó el premio. Dos juristas alemanes, von Globing y Helster, se lo repartieron. Pero Marat no se desalentó por eso. Se puso al habla con un impresor de Neuchátel y le confió la impresión de su trabajo. Una vez terminada la tirada, Marat hizo enviar toda su edición a París. Una decepción enorme le esperaba. El guardasellos fue informado de que el libro de Marat contenía numerosos pasajes "subversivos", y al llegar los ejemplares a Francia, los párrafos incriminados fueron arrancados y destruidos. Tres años más tarde vio la luz, pero sin llevar el nombre del autor. En 1783 se imprime nuevamente en la "Bibliothéque criminelle" de Brisot.
En 1790 se publica en París, otra vez, el "Plan de legislación criminal", ya con todos los honores para el autor, y aunque esta obra es más bien un pequeño tratado doctrinal que un verdadero Proyecto de Código de delitos y penas, el editor se lo brinda a la Asamblea Nacional para su adopción.”(1)



(1) Jiménez de Asúa, Luis, Principios de Derecho Penal, La ley y El Delito, Abeledo Perrot, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1990. pp. 36 y 37.

domingo, 15 de abril de 2012

Zaffaroni y La Orientación Selectiva de la Criminalización Secundaria



Photography: Juan Castro Bekios, Oslo, Norway
Fotografía: Juan Castro Bekios

“Aunque la criminalización primaria implica un primer paso selectivo, éste permanece siempre en cierto nivel de abstracción, porque, en verdad, las agencias políticas que producen las normas nunca pueden saber sobre quién caerá la selección que habilitan, que siempre se opera en concreto, con la criminalización secundaria. Puesto que nadie puede concebir seriamente que todas las relaciones sociales se subordinen a un programa criminalizante faraónico (que se paralice la vida social y la sociedad se convierta en un caos, en pos de la realización de un programa irrealizable), la muy limitada capacidad operativa de las agencias de criminalización secundaria no les deja otro recurso que proceder siempre de modo selectivo. Por ello, incumbe a ellas decidir quiénes serán las personas que criminalice y, al mismo tiempo, quiénes han de ser las víctimas potenciales de las que se ocupe, pues la selección no sólo es de los criminalizados, sino también de los victimizados. Esto responde a que las agencias de criminalización secundaria, dada su pequeña capacidad frente a la inmensidad del programa que discursivamente se les encomienda, deben optar entre la inactividad o la selección. Como la primera acarrearía su desaparición, cumplen con la regla de toda burocracia y proceden a la selección. Este poder corresponde fundamentalmente a las agencias policiales.

De cualquier manera, las agencias policiales no seleccionan conforme a su exclusivo criterio, sino que su actividad selectiva es condicionada también por el poder de otras agencias, como las de comunicación social, las políticas, los factores de poder, etc. La selección secundaria es producto de variables circunstancias coyunturales. La empresa criminalizante siempre está orientada por los empresarios morales, que participan en las dos etapas de la criminalización, pues sin un empresario moral las agencias políticas no sancionan una nueva ley penal, y tampoco las agencias secundarias comienzan a seleccionar a nuevas categorías de personas. En razón de la escasísima capacidad operativa de las agencias ejecutivas, la impunidad es siempre la regla y la criminalización secundaria la excepción, por lo cual los empresarios morales siempre disponen de material para sus emprendimientos. El concepto de empresario moral fue enunciado sobre observaciones de otras sociedades, pero en la sociedad industrial puede asumir ese rol tanto un comunicador social en pos de audiencia como un político en busca de clientela, un grupo religioso en procura de notoriedad, un jefe policial persiguiendo poder frente a los políticos, una organización que reclama por los derechos de minorías, etc. En cualquier caso, la empresa moral acaba en un fenómeno comunicativo: no importa lo que se haga, sino cómo se lo comunica. El reclamo por la impunidad de los niños en la calle, de los usuarios de tóxicos, de los exhibicionistas, etc., no se resuelve nunca con su punición efectiva sino con urgencias punitivas que calman el reclamo en la comunicación, o que permiten que el tiempo les haga perder centralidad comunicativa.
No es sólo el poder de otras agencias lo que orienta la selección de la criminalización secundaria, sino que ésta procede también de sus propias limitaciones operativas, que incluyen las cualitativas: en alguna medida, toda burocracia termina por olvidar sus metas y reemplazarlas por la reiteración ritual, pero en general concluye haciendo lo más sencillo. En la criminalización la regla general se traduce en la selección (a) por hechos burdos o groseros (la obra tosca de la criminalidad, cuya detección es más fácil); y (b) de personas que causen menos problemas (por su incapacidad de acceso positivo al poder político y económico o a la comunicación masiva). En el plano jurídico, es obvio que esta selección lesiona el principio de igualdad, que no sólo se desconoce ante la ley, sino también en la ley, o sea que el principio de igualdad constitucional no sólo se viola en los fundamentos de la ley sino también cuando cualquier autoridad hace una aplicación arbitraria de ella.” [1]



[1] Zaffaroni,  Eugenio Raúl /Alagia Alejandro/ Slokar, Alejandro, Derecho Penal, Parte General, Editorial Ediar, Segunda Edición, Buenos Aires, 2002, pp. 8 y 9.

Cómo se Evitan los Delitos en Beccaria

Fotografía: Juan Castro Bekios, Atacama Desert, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Es mejor evitar los delitos que castigarlos. He aquí el fin principal de toda buena legislación, que es el arte de conducir los hombres al punto mayor de felicidad o al menor de infelicidad posible, para hablar según todos los cálculos de bienes y males de la vida. Pero los medios empleados hasta ahora son por lo común falsos y contrarios al fin propuesto. No es posible reducir la turbulenta actividad de los hombres a un orden geométrico sin irregularidad y confusión. Al modo que las leyes simplísimas y constantes de la naturaleza no pueden impedir que los planetas se turben en sus movimientos, así, en las infinitas y opuestísimas atracciones del placer y del dolor no pueden impedirse por las leyes humanas las turbaciones y el desorden. Esta es la quimera de los hombres limitados siempre que son dueños del mando. Prohibir una muchedumbre de acciones indiferentes no es evitar los delitos sino crear otros nuevos ; es definir a su voluntad la virtud y el vicio, que se nos predican eternos e inmutables. ¿A que nos viéramos reducidos si se hubiera de prohibir todo aquello que puede inducir a delito? Sería necesario privar al hombre del uso de sus sentidos. Para un motivo que impela los hombres a cometer un verdadero delito hay mil que los impelen a practicar aquellas acciones indiferentes que llaman delitos las malas leyes ; y si la probabilidad de los delitos es proporcionada al número de los motivos, ampliar la esfera de aquellos es acrecentar la probabilidad de cometerlos. La mayor parte de las leyes no son más que privilegios, esto es, un tributo que pagan todos a la comodidad de algunos.
¿Queréis evitar los delitos? Haced que las leyes sean, claras y simples, y que toda la fuerza de la nación esté empleada en defenderlas, ninguna parte en destruirlas. Haced que las leyes favorezcan menos las clases de los hombres que los hombres mismos. Haced que los hombres las teman, y no teman más que a ellas. El temor de las leyes es saludable; pero el de hombre a hombre es fatal y fecundo de delitos. Los hombres esclavos son más sensuales, mas desenvueltos, y más crueles que los hombres libres. Estos meditan sobre las ciencias, meditan sobre los intereses de la nación: ven objetos grandes y los imitan; pero aquellos, contentos del día presente, buscan entre el estrépito y desenvoltura una distracción del apocamiento que los rodea: acostumbrados al éxito incierto de cualquier cosa, se hace para ellos problemático el éxito de sus delitos, en ventaja de la pasión que los domina. Si la incertidumbre de las leyes cae sobre una nación indolente por clima, aumenta y mantiene su indolencia y estupidez; si cae sobre una nación sensual, pero activa, desperdicia su actividad en un infinito número de astucias y tramas, que aunque pequeñas,' esparcen en todos los corazones la desconfianza, haciendo de la traición y el disimulo la base de la prudencia ; si cae sobre una nación valerosa y fuerte, la incertidumbre se sacude al fin, causando antes muchos embates de la libertad a la esclavitud, y de la esclavitud a la libertad.” [1]




[1] Bonesana César, Marqués de Beccaría, Tratado De Los Delitos y De Las Penas, Editorial Heliasta, Buenos Aires, 2007, pp. 134 y 135.



sábado, 14 de abril de 2012

De la Pena de Muerte en Beccaria

Photography: Juan Castro Bekios,former Humberstone Saltpeter Office, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Esta inútil prodigalidad de suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores los hombres, me ha obligado a examinar si es la muerte verdaderamente útil y justa en un gobierno bien organizado. ¿Qué derecho pueden atribuirse éstos para despedazar a sus semejantes? Por cierto no el que resulta de la soberanía y de las leyes. ¿Son éstas más que una suma de cortas porciones de libertad de cada uno, que representan la voluntad general como agregado de las particulares? ¿Quién es aquél que ha querido dejar a los otros hombres el arbitrio de hacerlo morir? ¿Cómo puede decirse que en el más corto sacrificio de la libertad de cada particular se halla aquél de la vida, grandísimo entre todos los bienes?. Y si fue así hecho este sacrificio, ¿cómo se concuerda tal principio con el otro, en que se afirma que el hombre no es dueño de matarse? Debía de serlo, si.es que pudo dar a otro, o a la sociedad entera, este dominio.
No es, pues, la pena de muerte derecho, cuando tengo demostrado que no puede serlo: es sólo una guerra de la Nación contra un ciudadano, porque juzga útil o necesaria la destrucción de su ser. Pero si demostrase que la pena de muerte no es Útil ni es necesaria, habré vencido la causa en favor de la humanidad.
Por solos dos motivos puede creerse necesaria la muerte de un ciudadano. El primero, cuando aún privado de libertad, tenga tales relaciones y tal poder, que interese a la seguridad de la Nación: cuando su existencia pueda producir una revolución peligrosa en la forma de gobierno establecida. Entonces será su muerte necesaria, cuando la Nación recupera o pierde la libertad; o en el tiempo de la anarquía, cuando los mismos desórdenes tienen lugar de leyes; pero durante el reino tranquilo de éstas en una forma de gobierno, por la cual los v a o s de la Nación estén reunidos, bien prevenida dentro y fuera con la fuerza  y con la opinión, acaso más eficaz que la misma fuerza donde el mando reside sólo en el verdadero Soberano, donde las riquezas compran placeres  y no autoridad; no veo yo necesidad alguna de destruir a un ciudadano, a menos que su muerte fuese el verdadero y único freno que contuviese a otros,  y los separase de cometer delitos, segundo motivo porque se puede creer justa y necesaria la muerte de un ciudadano.
Cuando la experiencia de todos los siglos, en que el último suplicio no ha contenido los hombres determinados a ofender la sociedad ; cuando el ejemplo de los ciudadanos romanos y veinte años de reinado que logró la emperatriz Isabel de Moscovia, en que dio a los padres de los pueblos este ilustre dechado, que equivale cuando menos a muchas conquistas, compradas con la sangre de los hijos de la Patria, no persuadiesen a los hombres, que siempre tienen por sospechoso el lenguaje de la razón y por eficaz el de la autoridad; basta consultar su naturaleza misma para conocer la verdad de mi aserción.
No es lo intenso de la pena quien hace el mayor efecto sobre el ánimo de los hombres, sino su extensión; porque a nuestra sensibilidad mueven con más facilidad  y permanencia las continuas, aunque pequeñas impresiones, que una u otra pasajera,  y poco durable, aunque fuerte. El imperio de la costumbre es universal sobre todo ente sensible; y como por su enseñanza el hombre habla  y camina, y provee a sus necesidades; así las ideas morales no se imprimen en la imaginación sin durables y repetidas percusiones. No es el freno más fuerte contra los delitos el espectáculo momentáneo, aunque terrible, de la muerte de un malhechor, sino el largo  y dilatado ejemplo de un hombre, que convertido en bestia de servicio  y privado de libertad, recompensa con sus fatigas aquella sociedad que ha ofendido. Es eficaz, porque con la vista continua de este ejemplo resuena incesantemente alrededor de nosotros mismos el eco de esta sentencia: Yo también seré reducido a tan dilatada y miserable condición si cometiese semejantes delitos. Es mucho más poderosa que la idea de la muerte, a quien los hombres miran siempre en una distancia muy confusa.
La pena de muerte hace una impresión, que con su fuerza no suple al olvido pronto, natural en el hombre, aun en las cosas más esenciales, y acelerado con la fuerza de las pasiones. Regla general : las pasiones violentas sorprenden los ánimos, pero no por largo tiempo; y por esto son a propósito para causar aquellas revoluciones, que de hombres comunes hacen persianos o lacedemonios; pero en un Gobierno libre y tranquilo las impresiones deben ser más frecuentes que fuertes.
La pena de muerte es un espectáculo para la mayor parte,  y un objeto de compasión mezclado con desagrado para algunos: las resultas de estos diferentes dictámenes ocupan mas el ánimo de los concurrentes, que el terror saludable que la ley pretende inspirar. Pero en las penas moderadas y continuas e1 dictamen dominante es el último, porque es él sólo. El límite que debería fijar el legislador al rigor de la pena parece que consiste en el principio de compasión, cuando empieza éste a prevalecer sobre toda otra cosa en el ánimo de los que ven ejecutar un suplicio, más dispuesto para ellos, que para el reo.
Para que una pena sea justa no debe tener lo intenso de ella más que aquellos grados solos que basten a separar los hombres de los delitos: ahora no hay alguno que con reflexión pueda escoger la total y perpetua pérdida de la libertad propia por un delito, sea ventajoso cuanto se quiera; luego, lo intenso de la pena que existe en la esclavitud perpetua, sustituido a la pena de muerte, tiene lo que basta para separar cualquier ánimo determinado. Añado que tiene más: muchísimos miran la muerte con una vista tranquila y entera; quien por fanatismo, quien por vanidad, que casi siempre acompaña al hombre más allá del sepulcro; quien por un esfuerzo último y desesperado, o de no vivir, o salir de miseria; pero ni el fanatismo ni la vanidad están entre los cepos y las cadenas, bajo el azote, bajo del yugo, en una jaula de hierro; y el desesperado no acaba sus males si no los principia. Nuestro ánimo resiste más bien a la violencia y dolores extremos, si son breves, que al tiempo y enojo incesante; porque el puede (por decirlo así) reunirse todo en sí mismo por un momento para sufrir los primeros; pero su vigorosa elasticidad no es bastante a contrarrestar la repetida acción de los segundos. Cualquier ejemplo que se da a la nación con la pena de muerte supone un delito: en la pena de esclavitud perpetua, un solo delito da muchísimos y durables ejemplos; y si es importante que los hombres vean de continuo el poder de las leyes, no deben las penas de muerte, ser muy distantes entre ellos, sino continuas: luego suponen la frecuencia de los delitos y que para que este suplicio sea útil es necesario que no haga sobre los hombres toda la impresión que debería hacer, esto es, que sea útil e inútil al mismo tiempo. Si se me dijese que la esclavitud perpetua es tan dolorosa, y por tanto igualmente cruel que la muerte, responderé que sumando todos los movimientos infelices de la esclavitud lo será aún más; pero éstos se reparten sobre toda la vida, y aquélla ejercita toda su fuerza en un momento; y en esto se halla la ventaja de la pena de esclavitud, que atemoriza más a quien la ve que a quien la sufre; porque el primero considera todo el complejo de momentos infelices; y el segundo está distraído de la infelicidad del momento futuro con la del presente. Todos los males se acrecientan en la imaginación; y quien los sufre encuentra recursos y consuelos no conocidos, ni creídos de los que los observan; porque sustituyen la sensibilidad propia al ánimo endurecido del infeliz.
He aquí, al poco más o menos, el razonamiento que hace un ladrón a un asesino cuando sólo tienen por contrapeso para no violar las leyes, la horca o la rueda. Bien sé que desenredar y aclarar los dictámenes interiores del propio ánimo es un arte que se aprende con la educación; pero estos principios no obran menos en un malhechor porque no sepa explicarlos. ¿ Cuáles son (dice) estas leyes, que yo debo respetar, que dejan tan grande diferencia entre mi y el rico? El me niega un dinero que le pido, y se excusa con mandarme un trabajo que no conoce. ¿Quién ha hecho estas leyes? Hombres ricos y poderosos, que no se han dignado ni aún visitar las miserables chozas de los pobres, que nunca han dividido un pan duro y enmohecido entre los inocentes gritos de los hambrientos hijuelos y las lágrimas de la mujer. Rompamos estos vínculos, fatales a la mayor parte, y útiles a algunos pocos e indolentes tiranos; acometamos la injusticia en su origen; volveré a mi primer estado de independencia natural; viviré libre y feliz por algún tiempo con los frutos de mi valor y de mi industria; vendrá acaso el día del dolor y del arrepentimiento; pero será breve este tiempo, y tendré uno de calamidad, por muchos años de libertad y de placeres. Rey de un corto número, corregiré los errores de la fortuna, y veré estos tiranos palpitar y cubrirse de palidez a la presencia de aquél, que con un insultante orgullo, posponían a sus caballos y a sus perros. Acude entonces la religión al entendimiento del malvado, que abusa de todo; y presentándole un fácil arrepentimiento, y una cuasi certidumbre de felicidad eterna, le disminuye en gran parte el horror de aquella última tragedia.
Pero aquel que ve delante de sus ojos un gran número de años, o todo el curso de su vida, que pasaría en la esclavitud y en el dolor a la vista de sus conciudadanos, con quienes vive libre y sociable, esclavo de aquellas leyes, de quien era protegido, hace una comparación útil de todo esto con la incertidumbre del éxito de sus delitos, y con la brevedad del tiempo que podría gozar sus frutos. El ejemplo continuo de-aquellos que actualmente ve víctimas de su propia imprudencia le hace una impresión mucho más fuerte que el espectáculo de un suplicio; porque éste lo endurece más que lo corrige.
No es útil la pena de muerte por el ejemplo que da a los hombres de atrocidad. Si las pasiones o la necesidad de la guerra han enseñado a derramar la sangre humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los mismos hombres, no debieran aumentar este cruel documento, tanto más funesto, cuanto la muerte legal se da con estudio y pausada formalidad. Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas, y para separar los ciudadanos del intento de asesinar, ordenen un público asesinato. ¿ Cuáles son las verdaderas y más Útiles leyes? Aquellos pactos y aquellas, condiciones, que todos querrían observar y proponer, mientras calla la voz (siempre escuchada) del interés privado, o se combina con la del público. ¿Cuáles son los dictámenes de cada particular sobre la pena de muerte? Leámoslos en los actos de indignación y desprecio con que miran al verdugo, que en realidad no es más que un inocente ejecutor de la voluntad pública, un buen ciudadano, que contribuye al bien de todos, instrumento necesario a la seguridad pública interior, como para la exterior son los valerosos soldados. ¿Cuál, pues, es el origen de esta contradicción? ¿Y por qué es indeleble en los hombres esta máxima, en desprecio de la razón? Porque en lo más secreto de sus ánimos parte que, sobre toda otra, conserva aún la forma original de la antigua naturaleza, han creído siempre que nadie tiene potestad sobre la vida propia, a excepción de la necesidad que con su cetro de hierro rige el universo.
¿Qué deben pensar los hombres al ver los sabios magistrados y graves sacerdotes de la justicia, que con indiferente tranquilidad hacen arrastrar un reo a la muerte en las últimas angustias, esperando el golpe fatal, pasa el juez con insensible frialdad (y acaso con secreta complacencia de la autoridad propia) a gustar las comodidades y placeres de la vida? Ah (dirán ellos) estas leyes no son más que pretextos de la fuerza; y las premeditadas y crueles formalidades de la justicia son sólo un lenguaje de convención para sacrificarnos con mayor seguridad, como victimas destinadas en holocausto al ídolo insaciable del despotismo.
El asesinato, que nos predican y pintan como una maldad terrible, lo vemos prevenido y ejecutado aún sin repugnancia y sin furor. Prevalgámonos del ejemplo. Nos parece la muerte violenta una escena terrible en las descripciones que de ella nos habían hecho; pero ya vemos ser negocio de un instante. Cuanto menos terrible será en quien no esperándola se ahorra casi todo aquello que tiene
de doloroso. Tales son los funestos paralogismos que, si no con claridad, a lo menos confusamente, hacen los hombres dispuestos a cometer los delitos, en quienes, como hemos visto, el abuso de la religión puede más que la religión misma.
         Si se me opusiese como ejemplo el que han dado casi todas las naciones y casi todos los siglos, decretando pena de muerte sobre algunos delitos, responderé, que éste se desvanece a vista de la verdad, contra la cual no valen prescripciones; que la historia de los hombres nos da idea de un inmenso piélago de errores, entre los cuales algunas pocas verdades, aunque muy distantes entre sí, no se han sumergido. Los sacrificios humanos fueron comunes a casi todas las naciones. ¿Y quién se atreverá a excusarlos? Que algunas pocas sociedades se hayan abstenido solamente, y por poco tiempo, de imponer la pena de muerte, me es más bien favorable que contrario; porque es conforme a la fortuna de las grandes verdades, cuya duración no es más que un relámpago en comparación de la larga y tenebrosa noche que rodea los hombres. No ha llegado aún la época dichosa en que la verdad, como hasta ahora el error, tenga de su parte el mayor número; y de esta ley universal no vemos se hayan exceptuado sino sólo aquellas que la sabiduría infinita ha querido separar de las otras, revelándolas.
         La voz de un filósofo es muy débil contra los tumultos y grita de tantos a quienes guía la ciega costumbre; pero los pocos sabios que hay esparcidos en los ángulos de la tierra me la recibirán y oirán en lo íntimo de su corazón; y si la verdad, a pesar de los infinitos estorbos que la desvían de un monarca, pudiese llegar hasta su trono, sepa, que la que propongo va acompañada con la aprobación secreta de todos los hombres: sepa, que callará a su vista la fama sanguinaria de los conquistadores; y que la posteridad justa le señala el primer lugar entre los pacíficos trofeos de los Titos, de los Antonios y de los Trajanos.
Feliz la humanidad, si par primera vez se la dictasen leyes ahora que vemos colocados sobre los tronos de Europa benéficos monarcas, padres de sus pueblos, animadores de las virtudes pacíficas, de las ciencias y de las artes. Ciudadanos coronados, cuyo aumento de autoridad forma la felicidad de los súbditos, porque deshace aquel despotismo intermedio, más cruel por menos seguro, con que se sofocaban los votos siempre sinceros del puebla, y siempre dichosos, cuando pueden llegar al trono. Si ellos, digo, dejan subsistir las antiguas leyes, nace esto de la infinita dificultad que hay, en quitar de los errores la herrumbre venerable de muchos siglos, siendo un motivo para que los ciudadanos iluminados deseen con mayor ansia el continuo acrecentamiento de su autoridad.” [1]


[1] Bonesana César, Marqués de Beccaría, Tratado De Los Delito y De Las Penas, Editorial
Heliasta, Buenos Aires, 2007, pp. 102 a 109.