jueves, 28 de junio de 2012

Winfried Hassemer: La Violencia Omnipresente

Photography: Juan Castro Bekios, Iguazu Falls, Brazil
Fotografía: Juan Castro Bekios

“La violencia es un firme componente de nuestra experiencia cotidiana. Quien vive con otros, experimenta violencia, y nunca está seguro frente a ella. No es, por lo tanto, la omnipresencia de la violencia en la vida social lo que está en cuestión y lo que se modifica. Lo que se modifica son las formas de la violencia y la densidad de la actividad violenta. Lo que se modifica son las disposiciones a aceptar la violencia, las probabilidades de convertirse en víctima, o también, en autor de acciones de violencia. Lo que hoy se modifica con particular celeridad y evidencia es la forma y el modo en que percibimos la violencia y la actitud que tomamos frente a ella; de esto se tratará aquí, así como de las consecuencias para el derecho penal.

La percepción social de la violencia

La chance de percibir violencia y ejercicio de violencia seguramente nunca fue mejor que hoy. Una sociedad que dispone, por un lado, de medios de Comunicación eficientes, y que, por otro -al menos en la estimación de esos medios-, en el consumo comunicativo, está vivamente interesada en los fenómenos de violencia, ya no necesita experimentar la violencia en su propio seno para percibirla como omnipresente: pocos serán los ejercicios espectaculares de violencia en el mundo que se nos escapen.
Esto tiene diversas consecuencias, y también se discute en forma diversa. Entre ellas, resulta aquí de importancia que los fenómenos de violencia ocupan nuestra capacidad de percepción social y cultural con una intensidad como pocas veces antes, y que su transmisión hacia nosotros se produce en forma tendencialmente mas comunicativa que concreta. De esto se sigue, entre otras cosas, que las chances de dramatizar la violencia y hacer política mediante ella, son buenas: los medios atribuyen al ejercicio de violencia un alto valor como noticia e informan sobre ella, sin embargo (¿o por eso?), en forma altamente selectiva, la amenaza de violencia -sea real o sólo supuesta- es un regulador mediante el cual puede ser fomentada la política criminal (típicamente restauradora); aquello que vale como un bien jurídico que requiere protección penal (y que por tanto puede ser portador de amenaza penal) se decide mediante un acuerdo normativo social, para el cual, nuevamente, resultan constitutivas las sensaciones de amenaza de la población.
Violencia, riesgo y amenaza constituyen hoy fenómenos centrales de la percepción social. La seguridad ciudadana hace su carrera como bien jurídico, y alimenta una creciente industria de la seguridad. Luego del terrorismo y del tráfico internacional de estupefacientes, aparece ahora el así llamado "crimen organizado", ya introduciendo con una abreviatura, C.O., como tercer signo ominoso, presentado por los expertos policiales como una amenaza, y acompañado por la afirmación de que el derecho penal y el derecho procesal penal deberán "adecuarse a los requerimientos de una lucha efectiva", y que un "trabajo policial amplio y orientado de la opinión pública" podría y debería "apoyar la lucha por la represión del C.O.": "aumento de la disposición a formular denuncia", "desprecio del C.O." por parte de la sociedad, comprensión por parte de la población frente a las redadas y nuevas medidas de investigación. Dentro de esta trama, el dictamen de la Comisión gubernamental independiente para la evitación y lucha de la violencia (Comisión para la violencia) presentado en 1990, es solamente una fibra, aunque, naturalmente, de color.

La actitud social frente a la violencia

Si la violencia, riesgo y amenaza se convierten en fenómenos centrales de la percepción social, entonces, este proceso tiene consecuencias ineludibles en cuanto a la actitud de la sociedad frente a la violencia. Ésta es la hora de conceptos como "luchar", "eliminar" o "represión", en perjuicio de actitudes como "elaborar" o "vivir con".
Incluso la idea de prevención pierde su resabio de terapia individual o social y se consolida como un instrumento efectivo y altamente intervencionista de la política frente a la violencia y el delito. La sociedad, amenazada por la violencia y el delito, se ve puesta contra la pared. En su percepción, ella no se puede dar el lujo de un derecho penal entendido como protección de la libertad, como "Carta Magna del delincuente", "lo necesita como "Carta Magna del ciudadano", como arsenal de lucha efectiva contra el delito y represión de la violencia. El delincuente se convierte tendencialmente en enemigo, y el derecho penal, en "derecho penal del enemigo".”[1]




[1] Winfried Hassemer, Crítica al Derecho Penal de Hoy, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2003 pp. 49-52.

domingo, 24 de junio de 2012

Luigi Ferrajoli: Crisis del Derecho y Crisis de la Razón Jurídica. El Modelo Garantista

Photography: Juan Castro Bekios, Stavanger, Norway
Fotografía: Juan Castro Bekios
Estamos asistiendo, incluso en los países de democracia más avanzada, a una crisis profunda y creciente del derecho, que se manifiesta en diversas formas y en múltiples planos. Distinguiré, esquemáticamente, tres aspectos de esta crisis.
Al primero de ellos lo llamaré crisis de la legalidad,  es decir, del valor vinculante asociado a las reglas por los titulares de los poderes públicos. Se expresa en la ausencia o en la ineficacia de los controles, y, por tanto, en la variada y llamativa fenomenología de la ilegalidad del poder. En Italia —pero me parece que, aunque en menor medida, también en Francia y en España— numerosas investigaciones judiciales han sacado a la luz un gigantesco sistema de corrupción que envuelve a la política, la administración pública, las finanzas y la economía, y que se ha desarrollado como una especie de Estado paralelo, desplazado a sedes extra-legales y extra-institucionales, gestionado por las burocracias de los partidos y por los lobbies de los negocios, que tiene sus propios códigos de comportamiento. En Italia, además, la ilegalidad pública se manifiesta también en forma de crisis constitucional, es decir, en la progresiva degradación del valor de las reglas del juego institucional y del conjunto de límites y vínculos que las mismas imponen al ejercicio de los poderes públicos: basta pensar en los abusos de poder que llevaron a pedir la acusación del ex presidente de la República italiana por atentado contra la Constitución, en la pérdida de contenido de la función parlamentaria, en los conflictos entre el poder ejecutivo y el judicial, debidos a que el primero no soporta la independencia del segundo, por no hablar del entramado que existe entre política y mafia y del papel subversivo, todavía en gran parte oscuro, desempeñado desde hace ya decenios por los servicios secretos.
El segundo aspecto de la crisis, sobre el que más se ha escrito, es la inadecuación estructural de las formas del Estado de derecho a las funciones del Welfare State,  agravada por la acentuación de su carácter selectivo y desigual que deriva de la crisis del Estado social.  Como se sabe, esta crisis ha sido con frecuencia asociada a una suerte de contradicción entre el paradigma clásico del Estado de derecho, que consiste en un conjunto de límites y prohibiciones impuestos a los poderes públicos de forma cierta, general y abstracta, para la tutela de los derechos de libertad de los ciudadanos, y el Estado social, que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables de manera general y abstracta y, por tanto, eminentemente discrecionales, contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Tal crisis se manifiesta en la inflación legislativa provocada por la presión de los intereses sectoriales y corporativos, la pérdida de generalidad y abstracción de las leyes, la creciente producción de leyes-acto, el proceso de descodificación y el desarrollo de una legislación fragmentaria, incluso en materia penal, habitualmente bajo el signo de la emergencia y la excepción. Es claro que se trata de un aspecto de la crisis del derecho que favorece al señalado con anterioridad. Precisamente, el deterioro de la forma de la ley, la falta de certeza generalizada a causa de la incoherencia y la inflación normativa y, sobre todo, la falta de elaboración de un sistema de garantías de los derechos sociales equiparable, por su capacidad de regulación y de control, al sistema de las garantías tradicionalmente predispuestas para la propiedad y la libertad, representan, en efecto, no sólo un factor de ineficacia de los derechos, sino el terreno más fecundo para la corrupción y el arbitrio.
Hay, además, un tercer aspecto de la crisis del derecho, que está ligado a la crisis del Estado nacional  y que se manifiesta en el cambio de los lugares de la soberanía, en la alteración del sistema de fuentes y, por consiguiente, en un debilitamiento del constitucionalismo. El proceso de integración mundial, y específicamente europea, ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía, en materia militar, de política monetaria y políticas sociales. Y aunque este proceso se mueva en una línea de superación de los viejos y cada vez menos legitimados y legitimables Estados nacionales y de las tradicionales fronteras estatalistas de los derechos de ciudadanía, está por ahora poniendo en crisis, a falta de un constitucionalismo de derecho internacional, la tradicional jerarquía de las fuentes. Piénsese en la creación de nuevas fuentes de producción, como las del derecho europeo comunitario —directivas, reglamentos y, después del tratado de Maastricht, decisiones en materia económica e incluso militar— sustraídas a controles parlamentarios y, al mismo tiempo, a vínculos constitucionales, tanto nacionales como supra-nacionales.
Es evidente que esta triple crisis del derecho corre el riesgo de traducirse en una crisis de la democracia. Porque, en efecto, en todos los aspectos señalados, equivale a una crisis del principio de legalidad, es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de derecho. Y se resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público, carentes de límites y de controles y gobernadas por intereses fuertes y ocultos, dentro de nuestros  ordenamientos.
Una lectura bastante difundida de semejante crisis es la que la interpreta como crisis de la misma capacidad regulativa del derecho, debida a la elevada «complejidad» de las sociedades contemporáneas. La multiplicidad de las funciones exigidas al Estado social, la inflación legislativa, la pluralidad de las fuentes normativas, su subordinación a imperativos sistémicos de tipo económico, tecnológico y político, y, por otra parte, la ineficacia de los controles y los amplios márgenes de irresponsabilidad de los poderes públicos, generarían —según autores como Luhmann, Teubner y Zolo— una creciente incoherencia, falta de plenitud, imposibilidad de conocimiento e ineficacia del sistema jurídico. De aquí se seguiría un debilitamiento de la misma función normativa del derecho y, en particular, la quiebra de sus funciones de límite y vínculo para la política y el mercado, y, por tanto, de garantía de los derechos fundamentales, tanto de libertad como sociales.
Me parece que este diagnóstico podría responder a una suerte de falacia naturalista o, quizá mejor, determinista: nuestros sistemas jurídicos son como son porque no podrían ser de otro modo. El paso irreflexivo del ser al deber ser —importa poco si en clave determinista o apologética— es el peligro que me parece está presente en muchas actuales teorizaciones de la descodificación, la deslegislación o de desregulación. No cabe duda de que una aproximación realista al derecho y al concreto funcionamiento de las instituciones jurídicas es absolutamente indispensable y previo si no se quiere caer en la opuesta y no menos difusa falacia, idealista y normativista, de quien confunde el derecho con la realidad, las normas con los hechos, los manuales de derecho con la descripción del efectivo funcionamiento del derecho mismo. Y, sin embargo, el derecho es siempre una realidad no natural sino artificial, construida por los hombres, incluidos los juristas, que tienen una parte no pequeña de responsabilidad en el asunto. Y nada hay de necesario en sentido determinista ni de sociológicamente natural en la ineficacia de los derechos y en la violación sistemática de las reglas por parte de los titulares de los poderes públicos. No hay nada de inevitable y de irremediable en el caos normativo, en la proliferación de las fuentes y en la consiguiente incertidumbre e incoherencia de los ordenamientos, con los que la sociología jurídica sistémica representa habitualmente la actual crisis del Estado de derecho.
Yo creo que el peligro para el futuro de los derechos fundamentales y de sus garantías depende hoy no sólo de la crisis del derecho, sino también de la crisis de la razón jurídica; no sólo del caos normativo y de la ilegalidad difusa aquí recordados, sino también de la pérdida de confianza en esa artificial reason  que es la razón jurídica moderna, que erigió el singular y extraordinario paradigma teórico que es el Estado de derecho. La situación del derecho propia del Ancien Regime  era bastante más «compleja», irracional y desregulada que la actual. La selva de las fuentes, el pluralismo y la superposición de ordenamientos, la inflación normativa y la anomia jurídica de los poderes que tuvieron enfrente los clásicos del iusnaturalismo y de la Ilustración, de Hobbes a Montesquieu y Beccaria, formaban un cuadro seguramente bastante más dramático y desesperante que el que aparece hoy ante nuestros ojos. Y también entonces, en los orígenes de la modernidad jurídica, fueron muchas y autorizadas las voces que se levantaron contra la pretensión de la razón jurídica de reordenar y reconstruir su propio objeto en función de los valores de la certeza y de la garantía de los derechos: basta pensar en la oposición de Savigny y de la Escuela histórica a los proyectos de codificación y, desde una perspectiva bien diferente, en la incomprensión e infravaloración por Jeremy Bentham de la Declaración  francesa de los derechos de 1789.
El reto que hoy se deriva para la razón jurídica de las múltiples formas que adopta la crisis del derecho en acto no es más difícil que el afrontado, hace ahora dos siglos, por la ilustración jurídica, cuando emprendió la obra de la, codificación bajo la enseña del principio de legalidad. Si bien, respecto a la tradición iuspositivista clásica, la razón jurídica actual tiene la ventaja derivada de los progresos del constitucionalismo del siglo pasado, que le permiten configurar y construir hoy el derecho —bastante más que en el viejo Estado liberal— como un sistema artificial de garantías  constitucionalmente preordenado a la tutela de los derechos fundamentales.
Esta función de garantía del derecho resulta actualmente posible por la específica complejidad de su estructura formal, que, en los ordenamientos de Constitución rígida, se caracteriza por una doble artificialidad; es decir, ya no sólo por el carácter positivo de las normas producidas, que es el rasgo específico del positivismo jurídico, sino también por su sujeción al derecho, que es el rasgo específico del Estado constitucional de derecho,  en el que la misma producción jurídica se encuentra disciplinada por normas, tanto formales como sustanciales, de derecho positivo. Si en virtud de la primera característica, el «ser» o la «existencia» del derecho no puede derivarse de la moral ni encontrarse en la naturaleza, sino que es, precisamente, «puesto» o «hecho» por los hombres y es como los hombres lo quieren y, antes aún, lo piensan; en virtud de la segunda característica también el «deber ser» del derecho positivo, o sea, sus condiciones de «validez», resulta positivizado por un sistema de reglas que disciplinan las propias opciones desde las que el derecho viene pensado y proyectado, mediante el establecimiento de los valores ético-políticos —igualdad, dignidad de las personas, derechos fundamentales— por los que se acuerda que aquéllas deben ser informadas. En suma, son los mismos modelos axiológicos del derecho positivo, y ya no sólo sus contenidos contingentes —su «deber ser», y no sólo su «ser»— los que se encuentran incorporados al ordenamiento del Estado constitucional de derecho, como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos y límites jurídicos a la producción jurídica. De aquí se desprende una innovación en la propia estructura de la legalidad, que es quizá la conquista más importante del derecho contemporáneo: la regulación jurídica del derecho positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino también por lo que se refiere a los contenidos producidos.
Gracias a esta doble artificialidad —de su «ser» y de su «deber ser»— la legalidad positiva o formal en el Estado constitucional de derecho ha cambiado de naturaleza: no es sólo condicionante, sino que ella está a su vez condicionada por vínculos jurídicos no sólo formales sino también sustanciales. Podemos llamar «modelo» o «sistema garantista», por oposición al paleopositivista, a este sistema de legalidad, al que esa doble artificialidad le confiere un papel de garantía en relación con el derecho ilegítimo. Gracias a él, el derecho contemporáneo no programa solamente sus formas  de producción a través de normas de procedimiento sobre la formación de las leyes y demás disposiciones. Programa además sus contenidos  sustanciales, vinculándolos normativamente a los principios y a los valores inscritos en sus constituciones, mediante técnicas de garantía cuya elaboración es tarea y responsabilidad de la cultura jurídica. Esto conlleva una alteración en diversos planos del modelo positivista clásico: a) en el plano de la teoría del derecho, donde esta doble artificialidad supone una revisión de la teoría de la validez, basada en la disociación entre validez y vigencia y en una nueva relación entre forma y sustancia de las decisiones; b)  en el plano de la teoría política, donde comporta una revisión de la concepción puramente procedimental de la democracia y el reconocimiento también de una dimensión sustancial; c) en el plano de la teoría de la interpretación y de la aplicación de la ley, al que incorpora una redefinición del papel del juez y una revisión de las formas y las condiciones de su sujeción a la ley; d)  por último, en el plano de la metateoría del derecho, y, por tanto, del papel de la ciencia jurídica, que resulta investida de una función no solamente descriptiva, sino crítica y proyectiva en relación con su objeto.”[1]




[1] Luigi Ferrajoli, Derechos y Garantías, La Ley del Más Débil, Editorial Trotta, Madrid, 2004, pp.15-20.

sábado, 23 de junio de 2012

Alessandro Baratta: Seguridad y Política Social: ¿Una Falsa Alternativa?

Photography: Juan Castro Bekios, Lleu Lleu Lake, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“La contraposición entre política de seguridad y política social no es lógica sino ideológica, y no sirve para esclarecer sino para confundir relaciones conceptuales elementales, que están en la base del sistema de las normas y de los principios propios de las constituciones de los estados sociales de derecho. Esto, en general, es verdadero, pero llega a producir efectos particularmente graves cuando aquella alternativa está aplicada a la política criminal. El concepto de política criminal, en razón de estos efectos, además de ser complejo y problemático, se convierte incluso en un concepto ideológico.
Utilizo aquí la palabra "ideología" en el sentido de una construcción discursiva de hechos sociales apta para producir una falsa conciencia en los actores y en el público
La ideología funciona sustituyendo los conceptos con los clichés, o sea con los hábitos mentales, corrompiendo el cálculo clasificatorio con operaciones ocultas y subrepticias. Por ello su forma de operar resulta un instrumento principal de legitimación y reproducción de la realidad social.
Observemos qué ocurre en nuestro caso. A propósito de la política criminal, al sustantivo "seguridad" se agregan, implícita o explícitamente, los adjetivos "nacional", "pública", "ciudadana". Se trata siempre de connotaciones colectivas, no personales, de la seguridad; es decir, no se trata propiamente de la seguridad de los derechos de los sujetos individuales, cualquiera que sea su posición en el contexto social, sino de la seguridad de la nación, de la comunidad estatal, de la ciudad.
De la doctrina de "seguridad nacional" queda todavía el trágico recuerdo, en América Latina, de los años setenta y ochenta, cuando la ideología autoritaria inspirada en el principio schmittiano del amigo-enemigo sirvió para sostener no sólo un derecho penal del enemigo -cuyas señales todavía están presentes incluso en los estados con regímenes formalmente democráticos- sino, sobre todo, un sistema penal ilegal, paralelo al legal y mucho más sanguinario y efectivo que este último: un verdadero terrorismo de Estado, como el que se desarrolló en las dictaduras militares del Cono Sur.
Por su parte, la doctrina de la seguridad pública marca fuertemente la historia del derecho penal en Europa, y representa el continuo compromiso entre la tradición liberal y la de carácter autoritario (del Obrigkeitsstaat), entre el Estado
de derecho y el Estado de policía o de la prevención, entre la política del derecho penal y la política del orden público.
Más prometedora, también, entre otras razones por ser más reciente, es la concepción de la seguridad ciudadana, que atribuye a la política criminal, por primera vez, una dimensión local, participativa, multidisciplinaria, pluriagencial, y que representa quizás un resultado histórico del actual movimiento de la nueva prevención.
         Sin embargo, en este último caso, al igual que en los otros dos, el adjetivo estrangula, por así decirlo, al sustantivo. Desde el punto de vista jurídico, pero asimismo desde el psicológico, "seguros" podrían y deberían estar, sobre todo, los sujetos portadores de derechos fundamentales universales (los que no se limitan a los ciudadanos), y éstos son todas y cada una de las personas físicas que se encuentran en el territorio de un Estado, de una ciudad, de un barrio o de otro lugar público, de una casa o de otro edificio o espacio privado. "Seguros" en relación con el disfrute y la protección efectiva de aquellos derechos frente a cualquier agresión o incumplimiento por parte de otras personas físicas que actúan en el ámbito de competencias, poderes de derecho o de hecho que esas personas tengan, como funcionarios o particulares, en alguno de los distintos ámbitos territoriales.
Una nación segura, una comunidad estatal segura, una ciudad segura, son metáforas que bien pueden representar la situación de todas las personas singulares en los diversos ámbitos territoriales; pero no lo hacen porque son metáforas incompletas, metáforas ideológicas. En tanto ideológicas traen consigo hábitos mentales selectivos, largamente representados en la opinión pública, al igual que en el discurso de los juristas, cuando opinión pública y juristas utilizan el concepto de seguridad en relación con el de política criminal o de política tout court. En este caso, la mayor parte de los territorios de riesgo permanecen siempre sustraídos de la economía de la seguridad.
Se habla de seguridad pública, y hoy, incluso, de seguridad ciudadana, siempre y solamente en relación con los lugares públicos y de visibilidad pública, o con un pequeño número de delitos que entran en la así llamada criminalidad tradicional (sobre todo agresiones con violencia física a la persona y al patrimonio), que están en el centro del estereotipo de criminalidad existente en el sentido común y son dominantes en la alarma social y en el miedo a la criminalidad. En la opinión pública y en los medios de comunicación de masas estos delitos se caracterizan por una regular repartición de papeles de la víctima y del agresor, respectivamente, en los grupos sociales garantizados y "respetables" y en aquellos marginales y "peligrosos" (extranjeros, jóvenes, toxicodependientes, pobres, sin familia, sin trabajo o sin calificación profesional).
Las situaciones de riesgo, a menudo gravísimas, que sufren mujeres y niños en el sector doméstico, así como las limitaciones de los derechos económicos y sociales de los cuales son víctimas sujetos pertenecientes a los grupos marginales y "peligrosos", no inciden en el cálculo de la seguridad ciudadana. Delitos económicos, ecológicos, de corrupción y concusión, desviaciones criminales en órganos civiles y militares del Estado, así como connivencias delictuosas con la mafia, por parte de quienes detentan el poder político y económico, forman parte de la cuestión moral, pero no tanto de la seguridad ciudadana. El orden público, se sabe, se detiene allí donde termina el campo de acción de la seguridad pública, y no resulta afectado sino indirectamente por el desorden social e internacional, como lo que hoy ocurre, cada día más, con el neoliberalismo y la globalización de la economía.
La ambigüedad ideológica del concepto de política criminal se destaca todavía más cuando lo relacionamos con el otro aspecto del aparente dilema: la política social. En este caso se produce una especie de compensación de aquello que se le ha sustraído a muchos de los portadores de derechos en el cálculo de la seguridad. Después que se ha olvidado a una serie de sujetos vulnerables provenientes de grupos marginales o "peligrosos" cuando estaba en juego la seguridad de sus derechos, la política criminal los reencuentra como objetos de política social. Objetos, pero no sujetos, porque también esta vez la finalidad (subjetiva) de los programas de acción no es la seguridad de sus derechos, sino la seguridad de sus potenciales víctimas. Para proteger a esas respetables personas, y no para propiciar a los sujetos que se encuentran socialmente en desventaja respecto del real usufructo de sus derechos civiles, económicos y sociales, la política social se transforma (usando un concepto de la nueva prevención) en prevención social de la criminalidad. Sujetos vulnerados o vulnerables que sufren lesiones (reales), de derechos por parte del Estado y de la sociedad, como son las lesiones a los derechos económicos, sociales (derechos débiles, como se verá más adelante), se transforman en potenciales infractores de derechos fuertes de sujetos socialmente más protegidos.
El Estado interviene, por medio de la prevención social, no tanto para realizar su propio deber de prestación hacia los sujetos lesionados como para cumplir (mediante acciones preventivas no penales que se añaden a las represivas) el propio deber de protección (más específicamente, de prestación de protección) respecto a sujetos débiles considerados ya como transgresores potenciales. Estamos en presencia, como vemos, de una superposición de la política criminal a la política social, de una criminalización de la política social; al mismo tiempo, empero, estamos frente a una inquietante conexión funcional entre nueva prevención y nueva penología.
La orientación de la política criminal hacia la política de seguridad o hacia la política social es una falsa alternativa. No sólo porque con la criminalización de la política social la alternativa desaparece, sino también porque es un concepto estrecho y selectivo de seguridad, que condiciona y sofoca al concepto de política social; asimismo, y sobre todo, porque en una visión correcta de la teoría de la constitución de los estados sociales de derecho el concepto de política social corresponde a una concepción integral de la protección y de la seguridad de los derechos, y tiene la misma extensión normativa que el campo de los derechos económicos, sociales y culturales en su integridad. Únicamente usando hábitos mentales y estereotipos, sólo en una concepción asistencial de la política social, en la cual los destinatarios son objetos y no sujetos, resulta posible pensar la política social como algo diferente de la política de seguridad. Por el contrario, utilizando conceptos jurídicos rigurosos y entendiendo la seguridad como seguridad de los derechos de las personas físicas, la alternativa tiende a desaparecer.”[1]




[1] Baratta, Alessandro, Criminología y Sistema Penal, Editorial B de F, Montevideo, 2004, pp. 155-160.

domingo, 17 de junio de 2012

Raúl E. Zaffaroni: Sobre la Criminología Mediática

Photography: Juan Castro Bekios, Frankfurt am Main, Germany
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Espacio Mediático y Frecuencia Criminal.
En principio, es notorio que la criminología mediática no ocupa siempre el mismo espacio, sin que hay momentos en que estalla y otros en que se reduce a límites más modestos y a expresiones menos estruendosas.
Está claro que esto no obedece a la mayor o menor frecuencia delictiva, pues la experiencia mundial indica que los índices de delitos violentos no sufren alteraciones tan abruptas. El sentido común no hace creíble que un día emerjan asesinos por todos lados y después desaparezca por encanto. Parece claro que con esto se dosifica el pánico moral, que no oscila porque si ni conforme a la frecuencia criminal.

Los medios especializados son una prueba.
         Los mismos medios de comunicación prueban que la oscilación no obedece a la frecuencia criminal, pues hay medios especializados que no interrumpen la información de crímenes con detalles macabros, Estos medios especializados otrora fueron diarios y revistas dedicados a los crímenes con titulares catástrofes y fotos de patibularios y hoy son canales de televisión que no forman parte de la criminología mediática en sentido estricto, pues en cierto sentido son similares a los pornográficos, que tienen un público y un mercado cautivo.
         Tampoco está tan claro que éstos especializados busquen construir un ellos, sino solo satisfacer su mercado. Como invariablemente muestran lo más horripilante, podría decirse incluso que son mas objetivos, pues muestran más victimas y mas cadáveres, todos los que pueden sin mayor discriminación.
         Su incidencia sobre el pánico moral es escasa. No es esta producción la que debe llamar la atención del criminólogo, salvo como indicador de la frecuencia criminal.

¿ Cuando se produce el Pánico Moral?
         El pánico moral se produce cuando los medios ordinarios, comunes, que suministran la información supuestamente seria, dedican muchos mas minutos de televisión –con la técnica que señalamos ayer- al homicidio del día, cuando los diarios de igual naturaleza dedican muchos mas metros cuadrados a lo mismo y pasan la noticia roja a la primera plana, cuando los minutos de radiotelefonía objetiva y sus comentarios aumentan considerablemente, cuando más expertos son entrevistados y más gestos de resignada impotencia y reclamos de reforma a la ley con voz ahuecada de escuela de teatro muestran los comunicadores.
         Esas son la variantes cuya oscilación se observa que no guarda relación con la frecuencia real de la violencia criminal.

Momentos Mediáticos
         Las dictaduras juegan al máximo con la falsa idea de que sacrificando la libertad se obtiene seguridad y orden, con lo que seducen a las personalidades mas estructuradas y rígidas, inseguras frente a cualquier cambio. Por eso precisamente los dictadores no pueden tolerar la menor imputación mediática de desorden, pues negarían su falsa imagen de proveedores de seguridad. Debido a eso, el espacio de la criminología mediática y de las mismas campañas de ley y orden se reduce hasta casi desaparecer. Los únicos delitos que se permite proyectar son los patológicos y los –reales supuestos- de los disidentes.
         Pero en sociedades democráticas, en que las autoridades se eligen por voto popular, en algunos momentos la criminología mediática coloca a la seguridad –en el muy curioso sentido en que la conceptúa- en el centro del debate político e incide en la decisión electoral. En otros momentos se limita a  mostrar un ellos contenido; la guerra sigue, pero no hay peligro inminente. Por fin, no falta tampoco la ocasión en que lleva un ataque generalizado contra la política misma, mostrándola como mezquina y enfrascada en discutir cosas inútiles o baladíes y descuidando la vida de los ciudadanos.
         Esta agresión abierta a la política importa un grave debilitamiento de la confianza pública en las instituciones democráticas y se conoce como antipolítica.

La Antipolítica de la Criminología Mediática
         La antipolítica era el eje Central de los estados autoritarios de entreguerras, que sostenían sus regímenes de partido único afirmando que el pluralismo político era un fraccionamiento debilitante de la nación. Hoy la antipolítica es una de la banderas que la criminología mediática guarda en su arsenal, para usarla en el momento oportuno.
         De todas formas, lo que es incuestionable es que la criminología mediática aumenta o reduce su espacio y a veces cae en la antipolítica, sin que esto sea explicable por la frecuencia criminal, que nunca puede presentar variantes tan abruptas.”[1]
        





[1] Zaffaronni, Raúl Eugenio, La Palabra de los Muertos, Conferencias de Criminología Cautelar, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2011, pp. 394-396.