sábado, 14 de julio de 2012

Giuseppe Bettiol: La Contraposición entre la Concepción Retributiva y la Defensista de la Pena

Photography: Juan Castro Bekios,Southern coast of Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
Pero la pena fue violentada, además, por otro punto de vista, en que se aprecian las exigencias formales de un naturalismo sistemático. El pensamiento jurídico de carácter técnico ha querido a toda costa reconducir la pena a un concepto superior de género: la sanción. Este es, indudablemente, un concepto de orden, mas, justamente por eso, no refleja las características más marcadas de las individualidades singulares, que terminan por evaporarse en el cuadro del sistema. Sanción es sinónimo de "consecuencia" jurídica, pero una consecuencia puede referirse tanto al cumplimiento como al incumplimiento de una obligación jurídica; puede consistir, pues —como afirma Maggiore—, tanto en un premio como en un castigo. Si, desde el punto de vista formal, puede incluso producir un sentimiento de satisfacción el ver ligados, en las articulaciones de un sistema, un premio y un castigo, no creemos que desde un punto de vista teleológico esta unión haga homenaje a la realidad de los valores. Estamos en campos diferentes. Pero, incluso queriendo referir el concepto de sanción a las consecuencias jurídicas del entuerto o ilícito, la pena sale sumamente empobrecida y humillada, porque pierde su nota dominante y característica: ¡la de ser un verdadero castigo! La sanción civil y la administrativa, aunque sean consecuencias de un acto ilícito, no son, con todo, castigos en el pleno sentido de la palabra: una tiene, en substancia, carácter patrimonial, razón por la cual no está estrictamente ligada a la persona del culpable, pudiendo incluso terceros ser llamados a responder del daño producido; otra tiene en mira principalmente los intereses de la Administración, más que la posición del transgresor dentro de la misma. En substancia, no son castigos, pues el castigo es, de hecho, expresión de una idea retributiva de carácter netamente moral.
Si, pues, desde un punto de vista formal, la pena puede ser sistematizada en la sanción como "consecuencia" del ilícito, desde un punto de vista substancial
la pena es malum passionis propter malum actionis. Es una noción empapada de contenido moral, insertada en los concretos valores de la vida, expresión de una exigencia ética sin la cual no puede concebirse una vida humana. La pena toca al hombre en su concreta individualidad, determina en él un sufrimiento como equivalente del sufrimiento que a otros infirió con la acción delictiva, remece un alma acaso ya endurecida en el vicio, despierta el sentido de la dignidad humana. Ella es la expresión más típica y señalada de aquella exigencia de que al mal debe seguir el mal, como al bien debe seguir el bien, la que está verdaderamente esculpida en el corazón de los hombres; es la expresión de esa ley de justicia substancial sin la cual las relaciones entre los hombres serían reguladas exclusivamente por la divisa de Bentham: "Utility: or the greatest happines for thegreatest number", esto es, por un puro cálculo de utilidad que en el frío de una expresión matemática congela el calor del latido de la vida moral; es la afirmación de uno de los más altos valores del espíritu humano, que ve en el sufrimiento la única vía de la redención. Quitarle al hombre la pena significa privarle de su mundo moral y confinarlo en un mundo naturalístico donde las acciones de bien y de mal quedan reducidas a los conceptos de utilidad y daño, que también sirven para cualificar los comportamientos de los animales faltos de la luz intelectual. El hombre tiene derecho a la pena, así como tiene derecho al reconocimiento de su dignidad de persona. El grito angustiado de los imputados que se reconocen culpables y reclaman a los jueces la pena por los delitos cometidos, es el reconocimiento de una realidad moral que ninguna lógica del intelecto podrá negar o encerrar en las profundidades del corazón humano. Si la pena puede, y debe, ser conceptualmente definida y racionalmente justificada, tiene que ser antes que nada sentida. Es la lógica del corazón que vence sobre la lógica formal del intelecto, esa lógica del corazón que sabe llegar a través de la intuición a las mayores verdades, las que, si bien pueden luego ser objeto de conceptualización formal, tienen que ser sobre todo entendidas, comprendidas, sentidas por la conciencia del investigador. ¡Infeliz aquel que tiene el ánimo cerrado a la "sensación" de estas verdades; infeliz aquel que no sabe captar los datos de la experiencia moral! ¡Le está cerrada la visión de esas concretas y vitales verdades, sin las que el mundo nos aparece como un gigantesco andamiaje de conceptos, tras los cuales se esconden las torres de una catedral!
¿Y qué es el Derecho penal para los positivistas sino un juego combinado de conceptos para justificar una intervención "defensiva" del Estado, de suerte de poder realizar la felicidad del mayor número de los coasociados, por medio de la segregación y la eliminación del culpable? ¿No es acaso el delito una acción perjudicial que turba la tranquilidad y la felicidad de un gran número de coasociados, por lo que se hace necesario que la felicidad de un individuo sea sacrificada para obtener la del mayor número? ¿No es, por ventura, el concepto de "daño" un concepto del que abusamos en el desarrollo de los problemas penales por su contenido utilitario? Y bien, quien habla de utilidad se pone a priori fuera del ámbito del Derecho penal, que conoce sólo esa utilidad que es propia de una acción justa, y por ello también de la pena en cuanto expresión de justicia, pero que rechaza toda base utilitaria en la que lo útil sea reducido a una operación matemática.
Y es justamente esta idea utilitaria la que está en la raíz de muchas corrientes de pensamiento modernas y no modernas. Se afirma que la pena se justifica porque sirve para el mantenimiento del orden social, ya que mediante ella el Estado, cual expresión de la colectividad organizada, se defiende de los ataques de la delincuencia y realiza las condiciones de equilibrio físico de la sociedad, alteradas o comprometidas por el delito. Esta es la teoría de la necesidad de conservación de la agregación social, promovida para dar una justificación a la amenaza y a la aplicación de la pena, pero que, si es entendida en términos naturalísticos, lleva directamente a la teoría de la defensa, bandera de la moderna dirección criminológica. Hoy la oposición está polarizada alrededor de las ideas de pena retributiva y de pena defensa, por lo que quien afirma la primera, excluye todo ese fondo utilitario y naturalístico sobre el que se proyecta la segunda. La oposición existe ya en los términos: ¿queremos una pena, expresión de una exigencia moral de justicia, o tenemos que contentamos con que ella esté orientada hacia la idea de lo útil y que no se fije la tarea de reprimir, sino la de prevenir? En verdad, la acción agresora, o sea, el delito, es ya un hecho pasado y agotado, respecto del cual la defensa es un contrasentido, mientras que no lo sería en lo que concierne a los delitos por venir. Pena retributiva y defensa son términos antagónicos. La pena supone, como respuesta al delito, un delito ocurrido, mientras que la defensa se ejerce respecto de un delito in fieri. La necesidad social de la defensa debe ser erradicada del campo penal no tanto por la razón lógica, que ya expuso Pellegrino Rossi, pues prevención y represión no pueden andar de acuerdo, cuanto porque, basado el Derecho sobre la pura y simple necesidad social, falta todo límite ético a la intervención del Estado en el campo punitivo. El Estado podría intervenir en nombre de una efectiva o presunta necesidad social con puniciones desproporcionadas y exageradas respecto de las exigencias de una justa y normal retribución, o incluso castigar cuando falten los presupuestos de la punición, es decir, si falta la culpabilidad. Esto demuestra que la idea de la conservación y de la defensa es una idea naturalística que reduce la pena al esquema de esa reacción defensiva pura y simple que es propia de cualquier organismo natural tocado en sus condiciones de existencia. No sin motivo el pensamiento naturalístico ha considerado a la sociedad como un organismo en sí que tiene vida, estructura, tareas superiores a las de los individuos, y que puede, por tanto, ejercer una actividad de defensa contra todo ataque extremo. Querer determinar las condiciones que justifican esta acción defensiva o reacción, buscarlas en la culpabilidad de la acción realizada, justificarlas en base a una proporción, puede ser obra peligrosa, pues puede paralizar una pronta reacción estatal.
Aunque la teoría de la necesidad de defensa no ha llegado siempre a estas conclusiones, se puede sostener que tendencialmente se dirige a estos resultados, y a éstos llega en el ámbito del pensamiento positivista, donde no puede hablarse de pena, ya que ésta reclama todo un mundo de ideas y de valores que no tienen nada que ver con la reacción defensiva. ¡La pena desaparece para dejar su lugar a la medida de seguridad, fundada en el mundo de lo útil! Es aquí donde juega la idea de la "seguridad" como expresión de exigencias utilitarias que se contraponen a la idea retributiva sobre la que se basa la pena. Es propio de la medida defender a la sociedad de los peligros de nuevos delitos y prescindir de toda investigación sobre las condiciones de imputabilidad moral de los individuos, y, por lo tanto, sobre la posibilidad de una retribución. Por algo todo el pensamiento positivista gravita hacia las ideas de defensa y de seguridad, por lo que, a priori, puede afirmarse la inconciliabilidad de las mismas, como justificadoras de la pena, con la de retribución. La pena no toma sobre sí tareas de seguridad: si su presupuesto —la culpabilidad— es de carácter monodimensional, en cuanto expele de sí todo lo que no concierne a la posibilidad de reproche, también la pena debe ser concebida como entidad monodimensional, y no puede echarse sobre sí tareas extrañas a la idea del castigo que sigue al reproche. Hay un perfecto paralelismo entre la idea del reproche, propia de la culpabilidad, y la idea retributiva, propia de la pena.
Cuando se quiere abandonar la idea retributiva para reemplazar la pena con la defensa y seguridad, se termina inexorablemente por quitar el único criterio sólido de discernimiento entre pena y medida, por lo cual, más que unificarse en  un concepto superior que tenga en sí los caracteres de la una y de la otra, la pena termina por ser fagocitada en la medida. ¡Y sobre las ruinas del Derecho penal canta su victoria el pensamiento naturalístico! La pena como "valor" queda comprometida irremediablemente, porque se niega validez a la idea retributiva, la única que coloca la pena en el mundo moral, la única que respeta la dignidad de la persona humana. Se podría, queriendo mantener en vida el dualismo entre pena y medida, hallar numerosos criterios para distinguir entre las dos disposiciones; se podrá afirmar farisaicamente que se cree en el Derecho penal, pero todo ello no podrá sanar la herida mortal inferida a la noción de pena, si se la quiere considerar como represión a fin de prevención. Hay que tener muy claro en la mente que toda consideración preventiva termina, antes o después, por "esterilizar" la pena, para abrir el camino a la medida de seguridad, en la que las exigencias morales que urgen en las venas de la pena están del todo apagadas.
Nótese, sin embargo, que con esto no queremos sumarnos a las afirmaciones de los positivistas, según los cuales la medida de seguridad se substrae a una valoración ética en cuanto está decididamente orientada hacia la idea de lo útil. Pensamos que incluso la medida, si bien encuentra en la peligrosidad social (concepto naturalístico) su presupuesto, tiene que ser introducida en el mundo de los valores, esto es, tiene que ser cualificada como éticamente relevante; sólo que el criterio de esta valoración es diferente del criterio moral que da tono y significado a la pena. Mientras la pena está penetrada por el criterio de justicia, la medida de seguridad se inspira en una idea de caridad, de amor, de compasión, amén que de defensa. La defensa será el criterio fundamental y decisivo que justifica la intervención estatal respecto a delincuentes habituales, profesionales, por tendencia, y será, además, el criterio fundamental para disposiciones que se haya de tomar respecto de enfermos mentales, menores, sordomudos; mas, especialmente respecto de estas últimas categorías de delincuentes peligrosos, el criterio de la defensa está iluminado y moralizado por la caridad. Sobre todo, hay que cuidar, educar, dirigir al bien, proceder a una obra que no es sólo de "mejoría social", como dicen los positivistas, sino de verdadera y propia redención moral. Entre peligrosidad y medida no existe, pues, ese paralelismo que corre entre culpabilidad y pena: mientras la peligrosidad tiene carácter monodimensional y es concepto naturalístico, la medida de seguridad tiene carácter polidimensional, porque es también susceptible de un juicio moral. La medida de seguridad embiste al hombre totalitariamente, en el sentido de que no debe preocuparse sólo de ponerlo en condiciones de no dañar, sino que debe esforzarse por recuperarlo desde el punto de vista moral y social.”[1]




[1] Giussepe Bettiol, El Problema Penal, traducción del italiano de José Luis Guzmán Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1995, pp. 175-183.

domingo, 8 de julio de 2012

Giuseppe Bettiol: Los Intentos de Naturalizar el Concepto de Pena

Photography: Juan Castro Bekios,Lake in the south of Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
"Luego de la culpa viene la pena. Son, en verdad, dos términos correlativos. Negado el primero, también es negado el segundo, y lo mismo sucede cuando se quiere asignar a la pena tareas que "tradicionalmente" no le competen. Hay que terminar así por dar un contenido diferente a la noción de culpa. En estos últimos tiempos, en efecto, hemos asistido a un gradual proceso de "naturalización", tanto del concepto de culpa cuanto del de la pena, realizado con sorprendente habilidad; pero jamás tal, que no revelase su mancha de origen. No se trata de los groseros intentos de los primeros positivistas, quienes habían creído poder dominar fácilmente y reducir a cautividad la culpa y la pena en las espirales de un mecanicismo naturalista, sino de esas tentativas llevadas a cabo por los representantes de la misma corriente de pensamiento, que, más astutos y refinados, han querido mantener la fe en los términos usuales, pero comenzando a darles un contenido antitético al que las palabras usadas deberían expresar. Se comienza por decir que la pena no debe ser considerada como retribución, castigo, equivalencia, porque estos términos recuerdan la idea del tallón, y, por ende, la de la venganza, idea bárbara e inmoral que, si pudo una vez estar en la base del Derecho penal, hoy, con el desarrollo civilizado de la humanidad, tiene que ser completamente erradicada. Un Derecho penal que pretenda ser adecuado a la civilización moderna no puede pretender la ley de la equivalencia, del "número", como su fundamental criterio inspirador. Y es extraño que esta idea del número, siempre expresión refinada de una concepción atomista, mecánica, de la realidad, sea rechazada justamente por aquellos que se apegan a una ideología naturalística, y, sin embargo, afirman la alta "moralidad" de un sistema penal que rechaza la retribución. Se empieza diciendo que la pena ya no es considerada como retribución de una acción, porque ésta no tiene importancia decisiva en el campo del Derecho penal; lo que cuenta es la personalidad del delincuente, que no puede ser reconducida a la idea de la equivalencia, porque es una dimensión que escapa de toda proporción predeterminada y preestablecida. La pena, eventualmente, debería estar indeterminada en el máximo, y debiera fijarse a lo más un límite mínimo por respeto a aquel formalismo que todavía actúa en el seno a la polis; tendencialmente, ningún límite debiera ponerse a su duración. Rota, empero, la idea del número, que, como afirma el poeta, "sus raíces oculta en el misterio", se tenía necesariamente que llevar la pena a otro plano, esto es, asignarle tareas que no tienen nada que ver con la represión de la acción realizada, sino que se polarizan hacia comportamientos futuros. La pena, en otras palabras, no debe reprimir, sino prevenir la perpetración de ulteriores delitos, y debe escogerse y aplicarse de modo que permita el logro de su fin. Pero así la idea del número, echada por la puerta, vuelve a entrar por la ventana del cálculo de probabilidades, y la pena se modela sobre la peligrosidad del sujeto, considerada como fulcro del nuevo Derecho penal. La pena se orienta hacia el futuro, aunque se respeta siempre una proporción: ésta ya no se refiere a la acción, y por ello no mirará a establecer la justa relación entre el mal realizado y el sufrimiento infligido al agente, sino que se referirá al futuro y se esforzará por determinar una relación entre una cualidad o un status del individuo y la probabilidad de nuevos delitos. La prevención especial se convierte en el centro de la pena, no en el sentido de Platón, de que la pena sea la medicina del alma, porque el delito no es considerado como un mal del espíritu que se identifica con la ignorancia del bien, sino como un dato de la naturaleza que estalla en contacto con determinadas condiciones ambientales. La culpabilidad se hace, pues, sinónimo de peligrosidad, y ya no hay razón, ni siquiera formal, que aconseje mantener fe en el término tradicional. Esto lo han entendido los refinados positivistas modernos, cuando han reemplazado, hace poco, el término pena por el de "sanción criminal", identificando la culpabilidad con una deficiencia y anormalidad del carácter seu peligrosidad. La naturalización de la culpa y de la pena era un hecho consumado, y algunos de los supremos valores de la vida quedaban así reducidos a un puro cálculo de probabilidades."[1]





[1] Giussepe Bettiol, El Problema Penal, traducción del italiano de José Luis Guzmán Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1995, pp. 173-175.

domingo, 1 de julio de 2012

Luigi Ferrajoli : Doctrinas, Teorías e Ideologías de la Pena

Photography: Juan Castro Bekios, Calle-Calle River, Valdivia, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“Muchos de los equívocos que influyen sobre las discusiones teóricas y filosóficas, en tomo a la clásica pregunta de «¿por qué castigar?», dependen, según
mi opinión, de la frecuente conclusión que se genera entre los diversos significados que a ella se atribuyen, entre los diversos problemas que ella refleja y entre los diversos niveles y universos de discursos a los cuales pertenecen las respuestas admitidas por aquella pregunta. Estos equívocos se manifiestan también en el debate entre «abolicionistas» y «justificadores» del derecho penal, lo cual da lugar a incomprensiones teóricas que a menudo son interpretadas como disentimientos ético-políticos. Lo que es más grave, además, es que ellas confieren a las doctrinas justificadoras de la pena unas funciones apologéticas y de apoyo al derecho penal existente, por lo cual las mismas doctrinas abolicionistas quedan supeditadas en el plano metodológico. De tal forma, semejantes equívocos resultan ser los responsables de ciertos proyectos y estrategias de una política criminal conservadora o utópicamente regresiva.
La tarea preliminar del análisis filosófico» es entonces la de aclarar los distintos estatutos epistemológicos de los problemas reflejados por la pregunta «¿por qué castigar?», como así mismo de sus diferentes soluciones. Para alcanzar estos fines me parece esencial realizar dos clases de distinciones. La primera —que, siendo banal, no siempre es tenida en cuenta— se relaciona con los posibles significados de la pregunta; la segunda —más importante y habitualmente olvidada— se refiere a los niveles de discurso desde los cuales se pueden ensayar las posibles respuestas.
La pregunta «¿por qué castigar?» puede ser entendida con dos sentidos distintos:
a) el de porqué existe  la pena, o bien porqué se castiga; b) el de porqué debe existir  la pena, o bien por qué se debe castigar. En el primer sentido el problema del «porqué» de la pena es un problema científico,  o bien empírico o de hecho, que admite respuestas de carácter historiográfico o sociológico formuladas en forma de proposiciones asertivas, verificables y falsificables pero de cualquier modo susceptibles de ser creídas como verdaderas o falsas.  En el segundo sentido el problema es, en cambio, uno de naturaleza filosófica  —más precisamente de filosofía moral o política— que admite respuestas de carácter ético-político expresadas bajo la forma de proposiciones normativas  las que sin ser verdaderas ni falsas,  son aceptables o inaceptables en cuanto axiológicamente válidas o inválidas. Para evitar confusiones será útil utilizar dos palabras distintas para designar estos significados del «porqué»; la palabra función  para indicar los usos descriptivos y la palabra fin  para indicar los usos normativos. Emplearé correlativamente dos palabras distintas para designar el diverso estatuto epistemológico de las respuestas admitidas por las clases de cuestiones: diré que son teorías explicativas o explicaciones  las respuestas a las cuestiones históricas o sociológicas sobre la función (o las funciones) que de hecho cumplen el derecho penal y las penas, mientras son doctrinas axiológicas o de justificación  las respuestas a las cuestiones ético-filosóficas sobre el fin (o los fines) que ellas deberían perseguir.
Un vicio metodológico que puede observarse en muchas de las respuestas a la pregunta «¿por qué castigar?», consiste en la confusión en la que caen aquéllas entre función y fin, o bien entre el ser y el deber ser de la pena, y en la consecuente asunción de las explicaciones como justificaciones o viceversa. Esta confusión es practicada antes que nada por quienes producen o sostienen las doctrinas filosóficas de la justificación, presentándolas como «teorías  de la pena». Es de tal modo que ellos hablan, a propósito de las tesis sobre los fines de la pena, de «teorías  absolutas» o «relativas», de «teorías  retributivas» o «utilitaria », de «teorías  de la prevención general» o «de la prevención especial» o similares, sugiriendo la idea que la pena posee un efecto (antes que un fin) retributivo o reparador, o que ella previene (antes de que deba prevenir) los delitos, o que reeduca (antes que debe reeducar) a los condenados, o que disuade (antes que deba disuadir) a la generalidad de los ciudadanos de cometer delitos. Mas en una confusión análoga caen también quienes producen o sostienen teorías sociológicas de la pena, presentándolas como doctrinas de justificación. Contrariamente a los primeros, estos últimos conciben como fines las funciones o los efectos de la pena o del derecho penal verificados empíricamente; es así que afirman que la pena debe ser aflictiva sobre la base de que lo es concretamente, o que debe estigmatizar o aislar o neutralizar a los condenados en cuanto de hecho cumple tales funciones.
Es esencial, en cambio, aclarar que las tesis axiológicas y los discursos filosóficos sobre el fin que justifica (o no justifica) la pena, y más en general el derecho penal, no constituyen «teorías» en el sentido empírico o asertivo que comúnmente se atribuye a esta expresión. Éstas son más bien doctrinas normativas —o más simplemente normas, o modelos normativos de valoración o justificación— formuladas o rechazadas con referencia a valores. Son, por el contrario, teorías descriptivas únicamente (y no «doctrinas») —en la medida en la cual resultan aserciones formuladas sobre la base de la observación de los hechos y con relación a que éstos sean verificables y falsificables— las explicaciones empíricas de la función de la pena puestas de manifiesto por la historiografía y por la sociología de las instituciones penales. Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la función resultan además asimétricas entre ellas no sólo en el terreno semántico, a causa del distinto significado de «fin» y de «función», sino también en el plano pragmático, a consecuencia de las finalidades directivas de las primeras y descriptivas de las segundas.
Propongo llamar «ideologías» ya sea a las doctrinas como a las teorías que incurren en las confusiones antes indicadas entre modelos de justificación y esquemas de explicación. Por «ideología» —según la definición estipulativa que he asumido en otra ocasión — entiendo, efectivamente, toda tesis o conjunto de tesis que confunde entre «deber ser» y «ser» (o bien entre proposiciones normativas y proposiciones asertivas), contraviniendo así el principio meta-lógico conocido con el nombre de «ley de Hume», según el cual no se pueden derivar lógicamente conclusiones prescriptivas o morales de premisas descriptivas o fácticas, ni viceversa. Llamaré más precisamente ideologías naturalistas o realistas a las ideologías que asumen las explicaciones empíricas (también) como justificaciones axiológicas, incurriendo así en la «falacia naturalista» que origina la derivación del deber ser del ser; y denominaré ideologías normativistas o idealistas a las que asumen las justificaciones axiológicas (también) como explicaciones empíricas, incurriendo así, para decirlo de algún modo, en la «falacia normativista» que produce la derivación del ser del deber ser.
Diré, en consecuencia, que las doctrinas normativas del fin de la pena devienen ideologías (normativistas) siempre que son contrabandeadas como teorías, es decir, que asuman como descriptivos los que sólo son modelos o proyectos normativos. Mientras, las teorías descriptivas de la función de la pena devienen a su vez en ideologías (naturalistas) siempre que son contrabandeadas como doctrinas, o sea cuando asumen como descriptivos o justificadores aquellos que únicamente son esquemas explicativos. Tanto las doctrinas ideológicas del primer tipo como las teorías ideológicas del segundo son lógicamente falaces; esto ocurre porque ya substituyen el deber ser con el ser, deduciendo aserciones de prescripciones, o ya porque suplantan el ser con el deber ser, deduciendo prescripciones de aserciones. Unas y otras, además, cumplen una función de legitimación o desvaloración del derecho existente; las primeras porque acreditan como funciones de hecho las satisfacciones de los que únicamente son fines axiológica o normativamente perseguidos (por ejemplo, del hecho que a la pena se le asigna el fin de prevenir los delitos, las primeras teorías deducen el hecho de que concretamente se les previene); las segundas, porque acreditan como fines o modelos axiológicos para perseguir, aquellos que solamente son las funciones o los defectos de hecho realizados (por ejemplo, del hecho que la pena retribuye un mal con otro mal, estas teorías deducen que la pena debe  retribuir un mal con otro mal). Una de las tareas del meta-análisis filosófico del derecho penal es la de identificar e impedir estos dos tipos de ideologías, manteniendo diferenciadas las doctrinas de la justificación de las teorías de la explicación, de suerte que ellas no se acrediten o desacrediten recíprocamente.”[1]




[1] Luigi Ferrajoli, El Derecho Penal Mínimo, en Prevención y Teoría de la Pena, Editorial Jurídica Conosur, Santiago, 1995, pp. 25-28.