Fotografía: Juan Castro Bekios |
“Mi hogar es mi castillo. En ese castillo uno puede tener
su propia habitación, una habitación donde es posible estar totalmente en
privado.
¿En privado?
La palabra tiene raíces latinas. Privere, privar, el
concepto romano para el destino de ser amputado, separado de la vida social, arrancado
de todo lo importante, apartado.
Y de nuevo en el terreno del hogar. El departamento, sí,
exactamente, donde uno es mantenido aparte, aparte de todo otro lugar.
He sido invitado a hogares con varias cerraduras en sus
puertas y sumado a ello dos cuerdas de acero atravesándolas. Tomó mucho tiempo
entrar, incluso para el dueño. En algunas casas puede haber cerraduras en las
ventanas y alarmas, a menudo con línea directa a la policía o a los guardias de
seguridad. Si esas casas están a la venta, es frecuentemente porque quienes
viven allí quieren mudarse a departamentos más grandes y con mayor seguridad.
En la tradición latina existe la concierge, esa mujer
amable pero vigilante. Últimamente, ella ha cambiado, primero transformándose en
un hombre, después en un hombre armado, quien eventualmente es trasladado a una pequeña casilla blindada
con equipamiento televisivo que
le permite vigilar la totalidad del complejo. ¿Pero
por qué sólo alrededor del edificio? El barrio entero puede ser cercado.
Ciudades doradas, paraísos para aquellos que tienen mucho que perder. Crecen
actualmente en todos los países occidentales. Los guardias en la entrada
revisan que sólo aquellos con razones valederas y las mejores credenciales
puedan ingresar.
Un problema subsiste en el centro de las ciudades, en los
edificios públicos, áreas que se supone son para todos. Aquí suelen aparecer más
personajes dudosos. Una solución ha sido darle a este tipo de lugares, estatus
semiprivado. Al vagabundo sobrio no se le puede negar acceso a las calles
principales, pero cuando los centros comerciales pertenecen a alguien, el
control se simplifica. Como señalan Bottoms y Wiles (1996), este tipo de
control hace posible mantener alejadas a las personas no deseadas. A los
excluidos se les dice, discretamente, o no tan discretamente, que se mantengan apartados.
También se abren otras posibilidades. Algunos barrios representativos pueden
ser cercados como en Los Ángeles, con autopistas entre ellos y las favelas
cercanas. Algunos bancos pueden ser construidos de forma que no puedan usarse
para dormir y también para minimizar la tentación de permanecer sentado. En la
estación central de trenes de Copenhague, todos los bancos fueron removidos,
encima ahora está prohibido sentarse en el suelo del hall principal.
Cuando los autos llegaron a Nueva York, esto fue visto
como una gran mejoría higiénica. Antes se necesitaba botas para caminar por la
Quinta Avenida debido a los excrementos de caballos y cerdos. Los autos ganaron
protagonismo. La ciudad debió ser reconstruida. El excremento de caballo
desapareció y los chiqueros se volvieron más valiosos como terreno para
construcciones que como corrales para animales. Y el progreso continúa en
nuestros días, hoy bajo las banderas de los criminólogos en guerra contra todos
aquellos que peculiarmente parecen preferir seguir viviendo en vecindarios con
ventanas rotas. Es más fácil remontar un arroyo que un río, más fácil remontar
un río que una inundación, y obviamente más fácil arrestar a una persona que
engaña en el subterráneo que a alguien que más tarde puede terminar cometiendo actos
más serios.
Lo que sucede en las puertas con cerrojo, en las ciudades
doradas, y a aquellos que viven en barrios de ventanas rotas; justamente esto,
en miniatura, es lo que están haciendo los Estados en estos días. Los ricos
protegen su propiedad escondiéndose detrás de muros. Lo mismo hacen los Estados
ricos para mantener a los ciudadanos de los Estados pobres fuera de sus territorios.
El Acuerdo de Scheengen y otros arreglos transforman Estados enteros en
territorios dorados.”[1]
[1] Nils
Christie, Una sensata cantidad de delito, Editores del Puerto, Buenos Aires,
2004, PP. 47-49.