Fotografía: Juan Castro Bekios |
“El sistema penal es una compleja
manifestación del poder social. Por legitimidad del mismo entendemos la
característica que le otorgaría su racionalidad. El poder social no es algo
estático, que se "tiene", sino algo que se ejerce -un ejercicio- y el
sistema penal quiere mostrarse como un ejercicio de poder planificado
racionalmente.
La construcción teórica o discursiva
que pretende explicar esa planificación es el discurso jurídico-penal (que
también puede llamarse "saber penal" y otros designan más formalmente
como "ciencia penal" o "del derecho penal"). Si ese
discurso jurídico-penal fuese racional y el sistema penal operase conforme al
mismo, el sistema penal sería legitimo.
Sin embargo, la expresión
"racionalidad" requiere siempre una precisión, por su alta
equivocidad. El uso abusivo que se ha hecho de la misma nos obliga a prescindir
aquí de la totalidad de la discusión al respecto, para reducir el concepto de
racionalidad con que trabajamos en este caso:
a) a la coherencia interna del discurso
jurídico-penal;
b)a su valor de verdad en cuanto a la
operatividad social.
El discurso jurídico penal sería
racional si fuese coherente y verdadero.
Cabe precisar que no creemos que la
coherencia interna del discurso jurídico-penal se agote en su no contradicción
completividad lógica, sino que también requiere una fundamentación
antropológica básica con la cual debe permanecer en relación de no
contradicción, puesto que si el derecho sirve al hombre -y no a la inversa- la
planificación del ejercicio de poder del sistema penal debe presuponer esta
antropología filosófica básica u ontología regional del hombre.
En el momento actual, esta afirmación
en el plano jurídico no implica una remisión libre al tembladeral de la
metafísica y de lo opinable, aunque subsista un enorme campo abierto a la
discusión. Por sobre este ámbito discutible, es innegable que existe una
positivización jurídica mínima de esa antropología, materializada en los más
altos documentos producidos por la comunidad jurídica internacional en materia de
Derechos Humanos.
La consagración positiva de una
ontología regional del hombre (que bien pude llamarse antropología jurídica
iushumanista), impone la consideración del hombre como persona.
Por persona debe entenderse la calidad
que proviene de la capacidad de autodeterminarse conforme a un sentido (capacidad
que puede ser real o potencial e incluso limitarse a la reunión de los
caracteres físicos básicos de quienes pueden ejercerla). Persona es el actor
-la máscara del teatro griego-, el
protagonista central de la tragedia de quien decide acerca de lo
"bueno" y de lo "malo".
La fundamentación antropológica permite
un nivel de crítica a la coherencia interna del discurso jurídico-penal; el otro,
obviamente, es la no contradicción de sus enunciados entre sí. Resulta claro
que se niega la coherencia interna del discurso jurídico-penal cuando se
esgrimen argumentos tales como
"así lo dice la ley", "lo hace porque el legislador lo
quiere", etc. Son expresiones frecuentemente usadas en nuestra región que
implican la abierta confesión del fracaso de cualquier tentativa de
construcción racional y, por ende, legitimadora del ejercicio de poder del
sistema penal.
Pero la racionalidad del discurso
jurídico-penal no puede agotarse en su coherencia interna. Aunque resulte
difícil imaginarlo -dada la interdependencia recíproca de los extremos configuradores
de la racionalidad- podría pensarse en un discurso jurídico-penal que, pese a
estar antropológicamente fundado y a respetar la regla de no contradicción no
fuese racional porque su realización social fuese imposible o totalmente
diferente de su programación. La proyección social efectiva de la planificación
explicitada en el discurso jurídico-penal debe ser mínimamente verdadera, o
sea, realizarse en considerable medida.
El discurso jurídico-penal se elabora
sobre un texto legal, explicitando mediante los enunciados de la
"dogmática" la justificación y el alcance de una planificación en la
forma de "deber ser", o sea, como un "ser'' que "no
es", pero que "debe ser'' o, lo que es lo mismo, como un ser
"que aún no es". Para que ese discurso sea socialmente verdadero,
requiere dos niveles de "verdad social" :
a) uno abstracto, valorado conforme a
la experiencia social, de acuerdo con e! cual la planificación criminalizante
pueda considerarse como el medio adecuado para la obtención de los fines
propuestos (no sería socialmente verdadero un discurso jurídico-penal que pretendiese
justificar la tipificación de la fabricación de caramelos de dulce de leche
entre los delitos contra la vida);
b) otro concreto, que debe exigir que los
grupos humanos que integran el sistema penal operen sobre la realidad conforme
a las pautas planificadoras señaladas por el discurso jurídico-penal (no es
socialmente verdadero un discurso jurídico-penal cuando las agencias
policiales, judiciales, del ministerio público, los medios masivos de
comunicación social, etc., contemplan pasivamente el homicidio de miles de habitantes).
El nivel "abstracto" del
requisito de verdad social podría llamarse adecuación de medio a fin, en tanto
que el nivel "concreto" podría denominarse adecuación operativa
mínima conforme a la planificación. El discurso jurídico-penal que no satisface
a ambos es socialmente falso, porque se desvirtúa como planificación (deber
ser) de un ser que aún no es para convertirse en un ser que nunca será, o sea
que engaña, ilusiona o alucina.
El discurso jurídico-penal no puede
desentenderse del "ser" y refugiarse o aislarse en el "deber
ser", porque para que ese "deber ser" sea un "ser que aún
no es" debe reparar en el devenir posible del ser, pues de lo contrario lo
convierte en un ser que jamás será, o sea, en un embuste. De allí que el
discurso jurídico-penal socialmente falso sea también perverso: se tuerce y
retuerce, alucinando un ejercicio de poder que oculta o perturba la percepción
del verdadero ejercicio de poder.
En nuestro margen es absolutamente
insostenible la racionalidad del discurso jurídico-penal, puesto que no
cumplimenta ninguno de los requisitos de legitimidad que hemos señalado, en
forma mucho más evidente que en los países centrales.
La quiebra de la racionalidad del
discurso jurídico-penal arrastra consigo -como sombra inseparable- la
pretendida legitimidad del ejercicio de poder de las agencias de nuestros sistemas, penales.
Es hoy incontestable que la racionalidad del discurso jurídico-penal
tradicional y la consiguiente legitimidad del sistema penal se han vuelto
"utópicas" y "atemporales": no se realizarán en ningún
lugar ni en ningún tiempo.”[1]
[1] Eugenio Raúl Zaffaroni, En busca de las Penas Perdidas, Deslegitimación Dogmática Jurídico-penal, Editorial Ediar, Buenos
Aires, 1998, pp. 20-24.