sábado, 26 de mayo de 2012

Thomas Mathiesen: ¿Es Defendible la Cárcel? ¿Una Nueva Etapa en el Uso de la Cárcel?

Photography: Juan Castro Bekios, English Bay, Chile
Photography: Juan Castro Bekios

“En varios países, el patrón de crecimiento institucional es tan pronunciado que uno se pregunta si estamos ingresando a una nueva etapa en el uso de la cárcel.    
Cuando nos hacemos esta pregunta, debemos advertir inmediatamente que pronosticar una novedad institucional es un asunto peligroso. La historia de las instituciones está llena de ejemplos de predicciones que resultaron falsas. Un ejemplo es el desarrollo de las cárceles en Noruega en el siglo XLX.
Como consecuencia del pasaje del castigo corporal a la cárcel, hacia fines de 1700, se produjo un incremento espectacular en las poblaciones carcelarias durante la primera parte del siglo XIX. Las autoridades responsables, previendo un aumento continuo, estaban sumamente preocupadas y lanzaron un amplio programa de construcción durante la década de 1840. Pero después de mediados de la década de 1840, las cifras volvieron a caer significativamente y siguieron así hasta 1900. A partir de entonces, los números se mantuvieron bastante estables durante muchas décadas, de hecho, durante la mayor parte del siglo.
Sin embargo, y como veremos un poco más adelante, el concepto de "etapas", y la posibilidad de que estemos ingresando en una nueva etapa del desarrollo penal, puede ser presentado con provecho sin que implique que las cifras carcelarias continuarán aumentando más o menos indefinidamente. Es posible formular la hipótesis de que se podría dar una nueva etapa de desarrollo en un sentido sociológico y con independencia de las dificultades propias de un pronóstico.
El desarrollo anterior de las instituciones penales occidentales, y el crecimiento de éstas, pueden ser vistos en términos de dos etapas principales.
La primera fue el 1600, etapa a la cual ya nos hemos referido. Muchos estudios han sido publicados acerca de este período particular de la historia institucional (entre ellos Rusche y Kirchheimer, 1939; Colé, 1939; Sellin, 1944; Foucault, 1967; Wilson, 1969; Olaussen, 1976; Mathiesen, 1977). Esta fue la etapa del primer surgimiento de la "solución" institucional a los problemas sociales. La población carcelaria estaba constituida no sólo por criminales sino también por una gran variedad de mendigos sin ocupación y vagabundos. La institucionalización no suplantó el castigo físico, sino que aparentemente lo agravó.
A partir de la obra clásica de Rusche y Kirchheimer, en la cual se subrayaba la importancia de las variaciones en el mercado laboral como una causal, se generó un gran debate sobre la causa del surgimiento de las instituciones durante el s. XVII. No enfocaremos detalladamente este debate porque es muy conocido. Los lectores que no estén familiarizados con él pueden consultar las obras mencionadas anteriormente. Para nuestros propósitos basta elegir brevemente dos puntos.
En primer lugar, las instituciones que experimentaron un crecimiento tan rápido y espectacular hacia fines del s. XVI y durante el XVII -los llamados hópital en Francia, zuchthausern en Alemania, tuichthuisen en Holanda, correctiond houses en Inglaterra y tukhus en la periferia noruega cien años  después- fueron en gran medida instituciones de trabajos forzados. Los trabajos, seleccionados sobre la base de consideraciones de mercado y realizados de la forma más redituable posible, constituyeron un centro importante de la vida institucional: el tejido en Francia (Colé, 1939), cepillado de madera en Holanda (Sellin, 1944), y otras.
En segundo lugar, el énfasis en el trabajo lucrativo no constituía necesariamente la "causa" del surgimiento de las instituciones. El estudio de la "causalidad" presupone el conocimiento de la motivación subjetiva de los agentes relevantes o de la definición de la situación. Esa motivación o experiencia subjetiva puede estar conformada por una serie de factores. Ahora bien, dicha motivación es, en sí misma, condición necesaria para comprender el "por qué" de cambios políticos drásticos tales como la fundación de instituciones a gran escala en todo un continente.
A pesar de que existieron variaciones, un ingente material histórico (resumido en Mathiesen, 1977) sugiere que la motivación principal de los partidarios de un modelo de estado mercantilista, tanto franceses como británicos e incluso holandeses del s. XVII, fue la candente cuestión de los vagabundos en las ciudades y pueblos europeos.
Después de la ruptura del orden social feudal basado en la posesión de la tierra, en los siglos XVI y XVII se observa en Europa una tendencia a la superpoblación. Una gran parte de esa masa estaba constituida por mendigos y vagabundos en general (para cifras estimativas cf. Wilson, 1969: 125; Colé, 1939: 264, 270).
Los vagabundos constituían un elemento altamente molesto y perturbador para la producción mercantil y el comercio. El control de éstos, por lo tanto, se convirtió en un problema político que no admitía dilación. Las cifras eran demasiado grandes como para que los anticuados métodos penales fueran efectivos y la redada masiva y posterior encarcelamiento a gran escala se transformó en la solución. Una vez institucionalizado este método, no sorprende que los mendigos y vagabundos fuesen forzados a trabajar, y en tareas que arrojasen el mayor rédito posible. Esto estaba en un todo de acuerdo con la filosofía económica mercantilista.
En suma, la primera etapa del desarrollo institucional tuvo como antecedente, en cuanto a sus motivaciones, disciplinar estos nuevos grupos altamente perturbadores. La segunda etapa del desarrollo se produjo hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Nuevamente, el fenómeno alcanzó dimensiones europeas. Esta fue la época de la diferenciación de los delincuentes, y su confinamiento en verdaderas cárceles en el sentido moderno. Fue el tiempo en el cual la "solución" institucional realmente suplantó el castigo físico.
Mucho se ha escrito sobre las instituciones del s. XIX (Rusche y Kirchheimer, 1939, cap. 8; Foucault, 1977; Melossi y Pavarini, 1981). En términos de contenido ideológico, lo esencial, al menos en Europa, era la penitencia piadosa en el contexto de un aislamiento radical. Con este fin se construyó un gran número de nuevas penitenciarías. ¿Qué motivaciones había detrás de esta novedad? La cuestión es a todas luces compleja, pero se puede aventurar la siguiente hipótesis.
Para ese entonces, los grandes países europeos estaban ingresando a un nuevo modo de producción: el verdaderamente capitalista. Se estaba gestando una clase obrera formalmente libre. Pero era una clase obrera empobrecida, indigente. El delito tenía su raíz verdadera en la pobreza material.
Los métodos penales de violencia física de los tiempos anteriores podrían haber sido utilizados en teoría contra los delitos de la nueva clase. Pero el castigo físico no podía armonizar sensatamente con el nuevo tipo de disciplina -"la disciplina de la línea de montaje"- que se estaba desarrollando en la economía, y que se requería en la producción. Parecía no tener sentido mutilar tremenda y arbitrariamente al reo cuando en realidad había que adaptarlo a tipos de trabajo normado, meticuloso y detallado, necesario por entonces en la producción.
Sobre este trasfondo, las nuevas cárceles verdaderamente disciplinarias -las penitenciarías tan bien descriptas por Foucault-se alzaron como principal método para tener a raya a los delincuentes empobrecidos de la nueva clase obrera. De este modo, la segunda etapa del desarrollo institucional contemplaba también, entre sus motivaciones, disciplinar estos nuevos grupos: los descarriados de la clase obrera en formación.
Teniendo en cuenta este antecedente, podemos volver a nuestra pregunta original: ¿estamos ingresando hoy a una tercera etapa de desarrollo institucional? Tres importantes puntos de desarrollo sugieren que sí.
En primer lugar, el incremento en el largo plazo de las poblaciones carcelarias. Incrementos similares caracterizaron las dos etapas anteriores. Como ya se señaló, el aumento actual puede estabilizarse o incluso invertir su tendencia más adelante, debido a nuevas condiciones históricas. Pero como ya lo hemos expuesto, los aumentos producidos en los siglos XVII y XIX se vieron sujetos a un proceso similar. El concepto de "etapa" como lo usamos aquí no implica que el encarcelamiento alcanza, una meseta nueva y más alta que en las etapas anteriores, a pesar de que este fenómeno haya sido sugerido como posibilidad para el caso de algunos países (EE.UU., ver Austin y Krisberg, 1985). El concepto de "etapa" sólo implica que se da un incremento drástico y a largo plazo.
En segundo lugar, la solución institucional como componente de la política criminal se torna cada vez más relevante. Hoy esa mayor relevancia se refleja en programas de construcción considerables o enormes en varios países, y en la expansión general de los sistemas carcelarios en cuestión. Una similar relevancia de las instituciones, incluyendo programas de construcción semejantes, caracterizó los siglos XVII y XIX. Tanto entonces como ahora, la solución institucional se transformó en un factor mucho más central en el sistema sancionatorio.
      En tercer lugar, las autoridades responsables parten de la suposición de que existe una mayor necesidad de imponer disciplina en importantes segmentos y grupos de la sociedad. Esto se refleja en la confianza, significativamente mayor, que se deposita en una legislación más dura que implique cárcel y/o condenas privativas de libertad más prolongadas, en parte para nuevos grupos tales como delincuentes vinculados con las drogas, en parte en un sentido más general. Como lo hemos sugerido, una supuesta mayor necesidad de disciplina fue probablemente un factor motivador importante también en los siglos XVII y XIX. Podemos explayarnos brevemente en este último punto, llegando con nuestro enfoque hasta fines del siglo pasado.
Como punto de partida, los legisladores y los tribunales pueden ser considerados como "barómetros de ansiedad", es decir, instituciones cuyas decisiones operan como indicadores del nivel de ansiedad de la sociedad. (El término "barómetro de ansiedad" se toma de Box y Hale, 1982, 1985, pero lo utiliza independientemente.)
Nuestra época está llena de signos inquietantes. Algunos de estos están muy cerca de nosotros y son, por lo tanto, observables. En muchos países occidentales encontramos ejemplos de tales signos: protestas políticas, conflictos entre inmigrantes y otros sectores de la población y estancamiento -o incluso disolución- de servicios sociales y de sistemas de apoyo que pocos años atrás se consideraban sólidamente establecidos.
Los medios masivos de comunicación reflejan otros signos preocupantes: aumento de la violencia (a pesar de que los delitos violentos han ido en lento incremento, y de que la gran mayoría de ellos son de un tipo menos grave); aumento en el uso de drogas (a pesar de que el uso de drogas -al menos en el contexto noruego- se ha estancado, y de que el uso intensivo se limita a pocos; ver Hauge, 1982; Christie y Bruun, 1985), etc. Con su tendencia a focalizar el drama en personas concretas, los medios tienen un importante efecto magnificador de las realidades involucradas en estos temas. Los verdaderos conflictos y los problemas magnificados por los medios producen una "crisis de legitimación". Esta puede definirse como una mayor o menor pérdida de confianza por parte de la gente en general respecto de los intentos que hace el estado para solucionar un problema y en sus acciones dirigidas a la gente."
Diría que "debajo" de la crisis de legitimidad encontramos la crisis económica: el último estancamiento económico capitalista de fines del siglo XX, ligado a un desempleo persistente y muy alto. Pero para la gente la crisis aparece como una cuestión de confianza en la resolución del problema -en un sentido amplio- por parte del estado.
En diversos países occidentales existen probablemente grandes variaciones en cuanto al grado de la crisis de legitimación. Esta crisis parece ser amplia y profundamente sentida en el contexto británico (Hall et al, 1978). Quizás sea menos extensa y no tan aguda en una sociedad como la noruega, que deposita una mayor confianza en las soluciones estatales comunes a todos. Pero ciertamente la cuestión de la confianza está también presente.
La crisis de legitimidad se refleja en el proceso de toma de decisiones en los cuerpos legislativos y en los tribunales. Más precisamente, en ambas instituciones la crisis de legitimidad se percibe como una nueva y mayor necesidad de disciplina en determinados segmentos y grupos de la población. Dicho en otros términos, cuando comienza a perderse la confianza en los organismos públicos y depositarios de la autoridad, a ojos de los legisladores y los tribunales dicho fracaso plantea una mayor necesidad de disciplina. La definición de la situación por parte de los legisladores y los tribunales constituye un nexo entre factores externos e influyentes: por una parte, los conflictos reales y los problemas creados por los medios y, por otra, el crecimiento del sistema carcelario. Cuando los legisladores y jueces experimentan la situación de esta manera, dicha experiencia acarrea consecuencias en la práctica y el desarrollo penal (Box y Hale, 1982).}
En la exposición anterior hemos enfocado el desarrollo del sistema penal en un contexto sociológico. Pero el desarrollo vertiginoso de la solución carcelaria implica, ciertamente, una cuestión de valores: ¿Deseamos tener ese desarrollo vertiginoso? ¿Queremos una sociedad que confía cada vez más en el uso de la cárcel como método principal de resolución de conflictos? La cuestión de los valores reviste una importancia decisiva.
En primer lugar, es importante para el número cada vez mayor de personas -en Inglaterra, una de cada mil; en EE.UU., entre tres y cuatro de cada mil- que está en la cárcel en un momento dado, sometido al aislamiento, al rechazo, a las privaciones y a la sensación de lo absurdo.
En segundo lugar, es importante para el clima político y la vida de la sociedad. El mayor recurso a la solución carcelaria implica un cambio significativo en los métodos tradicionales de control. Implica una utilización más frecuente de la represión física total en segmentos significativos de la población.
En tercer lugar, la cuestión de los valores es importante en un sentido cultural más amplio. El uso de la fuerza física a través de la cárcel indica que la violencia es un método adecuado para la resolución de conflictos en la sociedad. Un aumento significativo en el empleo de fuerza física fortalecerá esa señal, lo que traerá aparejado efectos de amplio alcance en nuestras normas y en nuestra manera de comprender a otros seres humanos.
Escribo este libro como un intento de enfocar seriamente la cuestión de los valores. Lo escribo como un intento de contribuir al equilibrio y a la inversión de la principal tendencia contemporánea. Lo escribo como un intento de contribuir a la reducción -quizás abolición- de la solución carcelaria.
Como ya indiqué, resulta provechoso considerar la secuencia de desarrollo, en términos de crecimiento y posibles etapas, partiendo del campo de amplias corrientes económicas y sociales: la ruptura del orden social feudal en los siglos XVI y XVII; el nuevo modo de producción antes y durante el siglo XIX; una creciente crisis de legitimidad, fundada en motivos económicos, hacia fines del siglo XX.
Ahora bien, estas fuerzas crean conflictos y plantean temas que se perciben y son tratados como asuntos de disciplina. Pero esto no implica que el desarrollo institucional esté predeterminado, que sea inevitable e imposible de alterar mediante una acción política concertada y constante.
Mi aporte es modesto: consiste en una recopilación de argumentos. En los capítulos siguientes, trataré con bastante detalle los argumentos habituales utilizados por aquellos que sostienen la solución carcelaria. Confrontaré esos argumentos con teoría y una amplia gama de pruebas empíricas, y frente a cada argumento formularé la siguiente pregunta: ¿Es defendible la cárcel con estos argumentos?
No seré especialmente original cuando trate los distintos argumentos a favor de la cárcel, y cuando los confronte con teorías y pruebas. Confiaré en mi propia investigación, pero también, y mucho, en el trabajo de otros. Hasta ahora, sin embargo, gran parte del tratamiento de estos temas se encuentra disperso en la literatura criminológica y sociológica. Debido a esta dispersión, las diversas partes de la discusión tienen poca o ninguna incidencia en la política, y permanecen como secreto a medias de los especialistas en criminología y sociología. Creo que mi tarea consiste en reunir lo disperso, y así, de manera abarcadora y sistemática, evaluar la cárcel como modo de castigo en nuestra sociedad.
Al brindar este aporte, al evaluar de este modo, estoy suponiendo que la racionalidad comunicativa –considerando "racionalidad" como argumentación sensata y convincente en lugar de métodos eficientes para alcanzar determinados fines puede tener efectos políticos y constituye aún una posibilidad política en sociedades como la nuestra.
Ciertamente gran parte de la sociología y de la criminología se oponen a un supuesto como este. Es revelador que mucho de lo que se sabe sobre los sistemas de comunicación de la sociedad moderna comparta también esta oposición. La toma de decisiones políticas en nuestra sociedad dista de ser algo propio de un "seminario".
No obstante, hago esa suposición, convencido de que no debe dejar de hacerse ni de intentarse. A ello agrego, de mi parte, la firme fe en la práctica política ligada a la argumentación.
Quizás mi fe en la racionalidad comunicativa en el área de la política penal surja del hecho de vivir y trabajar en una sociedad muy pequeña en la periferia de Europa, donde todavía se respetan los argumentos. Si los argumentos tienen mayor cabida en una sociedad como la mencionada y no tanto en los grandes países occidentales, quizás estos últimos puedan aprender de los primeros gracias a un libro como el presente.”[1]





[1] Juicio a la Prisión, Thomas Mathiesen, Editorial Ediar, primera edición, Buenos Aires, 2003, pp. 47 a 55.

domingo, 20 de mayo de 2012

Claus Roxin: Dogmática jurídicopenal y política criminal

Photography: Juan Castro Bekios, the Andes Mountains, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
    “Si por consiguiente las valoraciones políticocriminales fundamentan el sistema del Derecho penal y la interpretación de sus categorías, necesariamente se plantea la cuestión de la relación entre dogmática jurídicopenal y política criminal. Tradicionalmente se plantean dichas disciplinas más bien en una relación recíproca antagónica. El categórico aforismo de Liszt: "El Derecho penal es la barrera infranqueable de la política criminal” sigue influyendo hasta hoy. Sin embargo, esa conocida frase aparece en Von Liszt como respuesta a la cuestión de si la "osada nueva construcción de la política criminal", introducida por la escuela sociológica del Derecho penal no tendría que llevar a derruir "ese despreciado edificio de intrincados conceptos que denominamos Derecho penal" y a sustituirlo por esta única frase: "todo ser humano peligroso para la comunidad debe ser inocuizado en interés de la colectividad todo el tiempo que sea necesario". Y entonces Liszt, por razones propias del Estado de Derecho liberal, opone frente a esa concepción la idea del Derecho penal como "Carta magna del delincuente" y como baluarte del ciudadano contra el "Leviatán del Estado". Lo correcto de esa idea con toda seguridad es que la tensión entre la lucha preventiva contra el delito y la salvaguarda liberal de la libertad constituye un problema que actualmente tiene una importancia no inferior a la que tenía en tiempos de Liszt. Pero la que está superada es la hipótesis de que en esa tensión se expresa una contraposición entre política criminal y Derecho penal: pues el principio "NULLUM CRIMEN SINE LEGE"  es un postulado políticocriminal no menor que la exigencia de combatir con éxito el delito; y no sólo es un elemento de la prevención general sino que la propia limitación jurídica del IUS PUNIENDI  es también un objetivo importante de la política criminal de un Estado de Derecho. Por tanto, de la elaboración sistemática de exigencias del Estado de Derecho no se puede obtener ningún argumento a favor de la contraposición entre Derecho penal y política criminal o en contra de la sistematización conforme a puntos de vista rectores de política criminal.
Ahora bien, también se puede llegar a la tesis de que el pensamiento dogmático penal y el políticocriminal están estrictamente separados si se considera — lo que es correcto como punto de partida — como objeto de la dogmática jurídicopenal el Derecho vigente (el Derecho tal como es), y en cambio como objeto de la política criminal la configuración deseable del Derecho (el Derecho como debería ser). Dogmática y pensamiento sistemático serán entonces formas de la hermenéutica, o sea de la interpretación comprensiva de un texto previamente dado, mientras que la política criminal se preocupará de desarrollar e imponer nuevas concepciones de los fines jurídicopenales. Pero de ese modo se exagera la diferencia (ciertamente existente) entre dogmática y política criminal. En efecto, la aplicación del Derecho es, como ya sabemos), mucho más que la aplicación, subsumible en el procedimiento de conclusión lógica, de una ley ya determinada en sus detalles; más bien es la concreción del marco de la regulación legal, y en la elaboración creadora (o sea, desarrollo y sistematización) de las finalidades legislativas ella misma es política criminal revestida del manto de la dogmática. Por tanto, la misión interpretativa de la dogmática requiere ya una sistematización bajo aspectos teleológico-políticocriminales. En consecuencia, el Derecho como es y el Derecho como debería ser no son aspectos contrapuestos en la medida en que lo que hay que elaborar interpretativamente como Derecho vigente supone el resultado de la ulterior reflexión que hay que efectuar sobre las concepciones y finalidades del legislador. El dogmático (sea científico o juez) debe por tanto argumentar políticocriminalmente como el legislador; en cierto modo tiene que acabar de dibujar en todos sus detalles la imagen o modelo del Derecho vigente que el legislador sólo puede trazar a grandes rasgos.
         Sin embargo, eso no significa que la política criminal dogmática y la legislativa tengan las mismas competencias; dicha hipótesis equipararía al juez con el legislador e infringiría el principio de división de poderes y de legalidad. Por el contrario, la dogmática (incluyendo la sistemática de la teoría general del delito) tiene que ejercer política criminal en el marco de la ley, es decir dentro de los límites de la interpretación. Por ello choca en la interpretación del Derecho vigente con las dos barreras que ya conocemos: no puede sustituir las concepciones y finalidades del legislador por las suyas, y tampoco puede, allí donde en la Parte general rige el límite del tenor literal del principio de legalidad, procurar imponer el fin de la ley en contra de un tenor literal opuesto a ello. Ambas cosas precisan una breve explicación.
         De la vinculación de la dogmática a las finalidades políticocriminales del  legislador se deriva p.ej. que en el desarrollo de los principios ordenadores que en las colisiones de intereses deciden sobre la utilidad o nocividad social y con ello sobre la antijuridicidad de una conducta, lo decisivo son los principios deducibles del ordenamiento jurídico, y no las concepciones valorativas personales del intérprete. E igualmente sucede en la categoría de la responsabilidad, si se la interpreta y sistematiza según los puntos de vista políticocriminales de la teoría de los fines de la pena, que no depende de las opiniones que tenga el científico o el juez sobre los fines de la pena, sino que hay que tomar como base los objetivos que se pueden extraer de las causas de exculpación expresamente descritas en la ley y de los aspectos jurídicoconstitucionales que en su caso las informan.
         Pero por otra parte esa vinculación le permite también a una dogmática que argumente políticocriminalmente la libertad de elaborar nuevas perspectivas; pues precisamente en la Parte general el legislador ha regulado muchas materias sólo con rasgos vagos o no las ha regulado en absoluto, por lo que aquí la transformación de los principios rectores del Derecho penal en Derecho aplicable se ha dejado casi por completo en manos de la dogmática. Además, incluso los principios que rigen al legislador frecuentemente son algo de lo que éste, que no es una persona individual, no ha llegado a ser consciente, sino que sólo pueden obtenerse de la interpretación de múltiples preceptos concretos y han de ser expuestos a la luz del conocimiento. Del mismo modo que a veces el intérprete puede entender mejor un texto literario que el propio autor, también puede a menudo el científico o el juez instruir al legislador sobre los principios que se desprenden de sus normas, pero que él mismo no ha tenido presentes con claridad. Así p.ej. el desarrollo del estado de necesidad supralegal fue un producto de la dogmática creadora que, aunque se mantenía dentro del marco de la ley, ha hecho posibles soluciones de conflictos sociales que no había imaginado el legislador.
         Los límites de lo dogmáticamente admisible se traspasan en cambio cuando se elige una solución por razones políticocriminales —por muy loables que sean— para eludir una finalidad legislativa que se considera equivocada. Un conocido ejemplo de ello es la rigidez de la pena de reclusión perpetua con la que se castiga el asesinato, que los tribunales consideran (¡con razón!) que en algunos casos es demasiado dura y políticocriminalmente equivocada. Y por eso en ocasiones han interpretado la ley calificando sólo como complicidad pese a haberse cometido de propia mano el asesinato, para poder aplicar un marco penal atenuado. Ello da lugar sin duda a un resultado deseable, pero es dogmáticamente incorrecto, puesto que quien "comete... por sí mismo" el hecho es autor no sólo según el tenor literal del § 25 I, sino también según el sentido de la autoría como tipicidad. La ilegal transformación en una complicidad supone en definitiva una corrección de la (incorrecta) decisión sobre el marco penal adoptada en el § 211 por el legislador, corrección que le está vedada al juez. En un caso así a la dogmática sólo le queda el recurso de apelar al legislador. Y la solución adoptada posteriormente por BGHSt 30, 105 ss., de acudir al marco penal atenuado del § 49 I 1 ante la falta de proporcionalidad de la pena de prisión perpetua, que excede de la medida de la culpabilidad, también está expuesta a similares reparos; pues, aun en el hipotético caso de que fuera inconstitucional la pena de prisión perpetua, el juez no puede usurpar el lugar del legislador fijando autónomamente nuevos marcos penales. La solución correcta habría consistido en interpretar el tipo del § 211 restrictivamente y de un modo adecuado al principio de culpabilidad.
         Algo similar sucede respecto de la segunda vinculación a la que está sometida una dogmática y sistemática orientada políticocriminalmente: el límite del tenor literal, que dentro de su ámbito de vigencia tampoco se puede traspasar cuando el mismo se oponga a la realización de los objetivos legales. Así lo pone de manifiesto el caso —utilizado ya varias veces como ejemplo— de la suposición errónea del dolo del autor. Teleológicamente lo correcto en un caso así sería no absolver, sino castigar por participación; pero el tenor literal de la ley, que ahora requiere inequívocamente el dolo del autor, lo prohíbe. De todos modos, la dogmática tiene aquí el cometido de mostrar que otra solución distinta sería correcta según las concepciones y finalidades del legislador; pero lo que no puede es dar como si fuera Derecho vigente lo que ella considera correcto.”[1][2]





[1] Roxin, Claus, Derecho Penal, Parte General, Tomo I, Editorial CIVITAS, Madrid, 1997, pp. 223 a 227.
[2] BGHSt: Entscheidungen des Bundesgerichtshofs in Strafsachen (Sentencias del Tribunal Supremo Federal en materia penal).

jueves, 17 de mayo de 2012

Günther Jakobs, El Denominado Derecho Penal del Enemigo

Photography: Juan Castro Bekios, Frankfurt am Main, Germany
Fotografía: Juan Castro Bekios

Individuos enemigos como entorno no deseable


"También una sociedad que es consciente del riesgo puede determinar la pena según su función abierta, es decir, para confirmación de la identidad normativa, y suponer que con el tiempo emanará prevención suficiente. Que la sociedad actual, acostumbrada a debatir casi diariamente en cuestiones de seguridad, disponga de una capacidad de aguante suficiente es algo ciertamente cuestionable. Pero además, tampoco sería correcto dejar que la función latente transcurra siempre en un segundo plano; en otras palabras, la pena determinada conforme al Estado de Derecho es insuficiente en algunos ámbitos. De lo que aquí se trata es de la diferencia, ya señalada al comienzo, entre el concepto de Derecho penal y lo solamente llamado Derecho penal, en cuyo concepto todavía queda por indagar. Con la mayor brevedad:
         Un estado de juridicidad es un estado de validez del Derecho; dicha validez puede, ahí está incluso el quid de la cuestión, mantenerse contrafácticamente en cuanto que un comportamiento corruptor de la norma es marginalizado. Pero sin algún cimiento cognitivo, la sociedad constituida jurídicamente no funciona, pues en ella no sólo confirman su identidad personas heroicas, sino que también individuos temerosos quieren encontrar su modo de supervivencia. Para la mayoría de los ciudadanos la supervivencia individual está por encima de la juridicidad; si no, no habría dictaduras —el que es capaz de morir, no puede ser obligado por la fuerza—. Además de la certeza de que nadie tiene derecho a matar ha de existir también la de que con un alto grado de probabilidad nadie va a matar. Ahora bien, no sólo la norma precisa de un cimiento cognitivo, sino también la persona. El que pretende ser tratado como persona debe dar a cambio una cierta garantía cognitiva de que se va a comportar como persona. Si no existe esa garantía o incluso es negada expresamente, el Derecho penal pasa de ser una reacción de la sociedad ante el hecho de uno de sus miembros a ser una reacción contra un enemigo. Esto no ha de implicar que todo esté permitido, incluyendo una acción desmedida; antes bien, es posible que al enemigo se le reconozca una personalidad potencial, de tal modo que en la lucha contra él no se puede sobrepasar la medida de lo necesario. Sin duda, esto permite todavía mucho, más que en la legítima defensa, en la cual la defensa necesaria sólo puede ser reacción frente a una agresión actual, mientras que en el Derecho penal de enemigos, como se va a ver a continuación, se trata de la defensa también frente a agresiones futuras.
         El Derecho penal de enemigos sigue otras reglas distintas a las de un Derecho penal jurídico-estatal interno y todavía no se ha resuelto en absoluto la cuestión de si aquél, una vez indagado en su concepto, se revela como Derecho. Particularidades típicas del Derecho penal de enemigos son: 1) amplio adelantamiento de la punibilidad, es decir, el cambio de la perspectiva del hecho producido por la del hecho que se va a producir, siendo aquí ejemplificadores los tipos de creación de organizaciones criminales o terroristas (§§ 129 y 129.fl StGB), o de producción de narcóticos por bandas organizadas [§§ 30.1.1 y 31.1.1 BtMG]; 2) falta de una reducción de la pena proporcional a dicho adelantamiento, por ejemplo, la pena para el cabecilla de una organización terrorista es igual a la del autor de una tentativa de asesinato, por supuesto aplicando la aminoración de la tentativa (§§ 129.fl.II, 211.1 y 49.1.1 StGB) y sobrepasa de manera ostensible en la mayoría de los casos las penas reducidas de la tentativa previstas para los demás delitos de asociaciones terroristas; 3) paso de la legislación de Derecho penal a la legislación de la lucha para combatir la delincuencia, y, en concreto, la delincuencia económica [Primera Ley para la Lucha contra la Delincuencia Económica, de 29 de junio de 1976, BGBP (3) L p. 2034; Segunda Ley para la Lucha contra la Delincuencia Económica, de 15 de mayo de 1986, BGBl L P- 721], el terrorismo [art. 1 de la Ley para la Lucha contra el Tráfico Ilegal de Drogas y otras Formas de Delincuencia Organizada], pero también —con alguna pérdida de contornos— los delitos sexuales y otras conductas penales peligrosas [Ley para la Lucha contra los Delitos Sexuales y otras Conductas Penales Peligrosas, de 26 de enero de 1998, BGBl I p. 160], así como —abovedando todo— la delincuencia en general [Ley para la Lucha contra la Delincuencia, de 28 de octubre de 1994, BGBl I p. 3186]; 4) supresión de garantías procesales, donde la incomunicación del procesado constituye actualmente el ejemplo clásico.
         Con este lenguaje —adelantando la punibilidad, combatiendo con penas más elevadas, limitando las garantías procesales—, el Estado no habla con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos, y queda el interrogante de quiénes son considerados como enemigos. El enemigo es un individuo que, no sólo de manera incidental, en su comportamiento (delincuencia sexual; ya el antiguo delincuente habitual «peligroso» según el § 20.a StGB [suprimido por la Primera Ley de Reforma del Derecho Penal, de 25 de junio de 1969, BGBl I p. 645]) o en su ocupación profesional (delincuencia económica, delincuencia organizada y también, especialmente, tráfico de drogas) o, principalmente, a través de su vinculación a una organización (terrorismo, delincuencia organizada, nuevamente
la delincuencia de drogas, o el ya antiguo «complot de asesinato»), es decir, en cualquier caso de forma presuntamente duradera, ha abandonado el Derecho, por consiguiente ya no garantiza el mínimo de seguridad cognitiva del comportamiento personal y lo manifiesta a través de su conducta.
         Si las apariencias no engañan, el número de enemigos no va a descender tan pronto, sino que posiblemente aumentará todavía más. Una sociedad que ha perdido el respaldo tanto de una religión conforme al Estado como de la familia, y en la cual la nacionalidad es entendida como una característica incidental, le concede al individuo un gran número de posibilidades de construir su identidad al margen del Derecho o, al menos, más de las que podría ofrecer una sociedad de vínculos más fuertes. A esto se añade el poder detonante de la llamada pluralidad cultural. Un completo absurdo: o las diferentes culturas son meros añadidos a una comunidad jurídica base, y entonces se trata de multifolclore de una cultura; o bien —y esa es la variante peligrosa— las diferencias forjan la identidad de sus miembros, pero entonces la base jurídica común queda degradada a mero instrumento para poder vivir los unos junto a los otros, y, como cualquier instrumento, es abandonado cuando ya no se necesita más. A quien le resulte esto exagerado, que lea la Carta sobre la tolerancia de John LOCKE, que no sin fundamento tenía fama de liberal.
         Así pues, la sociedad seguirá teniendo enemigos —visibles o con piel de cordero— deambulando por ella. A falta de seguridad cognitiva, una sociedad consciente del riesgo no puede dejar de lado esta problemática; pero tampoco puede solucionarla sólo a base de medidas policiales. Por ello, hoy en día no existe ninguna otra alternativa visible. La seguridad  cognitiva, que en el Derecho penal de ciudadanos puede sobrevenir al mismo tiempo de un modo incidental, por así decirlo, se convierte en el Derecho penal de enemigos en el objetivo principal. En otras palabras, ya no se trata del mantenimiento del orden de personas tras irritaciones socialmente internas, sino que se trata del restablecimiento de unas condiciones del entorno aceptables, por medio de la —sit venia verbo— neutralización de aquellos que no ofrecen una garantía mínima cognitiva, la cual es necesaria para que a efectos prácticos puedan ser tratados actualmente como personas. Es verdad que el procedimiento para tratamiento de individuos hostiles está regulado jurídicamente, pero se trata de la regulación jurídica de una exclusión: los individuos son actualmente no-personas. Indagando en su verdadero concepto, el Derecho penal de enemigos es, por tanto, una guerra cuyo carácter limitado o total depende (también) de cuánto se tema al enemigo. Todo esto suena chocante y, ciertamente, lo es, pues se trata de la imposibilidad de una juridicidad completa, es decir, que contradice la equivalencia entre racionalidad y personalidad. Pero solamente con la ultima ratio de KANT, según la cual cualquiera puede ser obligado a tomar parte de una relación jurídica con garantías, es decir, del Estado, no se esquiva el problema de cómo proceder frente a aquellos que ni se dejan coaccionar ni se mantienen apartados y que, por lo tanto, persisten como entorno perturbador, como enemigos. Es tarea aún recién iniciada de la ciencia la de identificar las reglas del Derecho penal de enemigos y separarlas de las del Derecho penal de ciudadanos para, dentro de este último, poder insistir aún con mayor firmeza en el tratamiento del delincuente como persona jurídica.

         El enemigo como corruptor


         Del enemigo, quien con sus acciones no ataca realmente la identidad social sino más bien la seguridad de los bienes, hay que distinguir al corruptor, el enemigo interno en contraposición al externo, por quien son puestos en entredicho los principios de la comprensión normativa, y quien ataca, por tanto,
la identidad normativa y, con ello —no la seguridad de los bienes, sino— la seguridad de las valoraciones. En resumidas cuentas, el enemigo interno sostiene que aquello que se le presenta como algo sagrado no es sagrado, y lo que se presenta como profano no es profano. El panorama de conductas, en las cuales se trata siempre de interacciones simbólicas, abarca desde la difusión de medios de propaganda de organizaciones anticonstitucionales o la utilización de sus distintivos (§§ 86 y86.a StGB), pasando por la difamación al Estado y sus símbolos (§ 90.a StGB), la instigación popular (§ 130 StGB) la exaltación de la violencia (§ 131 StGB) y llegando hasta la recompensa o aprobación de hechos delictivos (§ 140 StGB) o la denominada «mentira de Auswitz» (§ 194.1.2 y 3 y 194.II.2 y 3 StGB). En cierta medida no cabe duda de que en lo relativo a dichas conductas suelen articularse la obstinación política y la ignorancia absoluta, y, por esta razón, a lo delitos mencionados no hay nada que objetarles como protectores de la juventud. Por lo demás, como parte del Derecho penal nuclear atestiguan una crisis de legitimación de la sociedad, un problema cuyo análisis sobrepasa con mucho la capacidad de la ciencia del Derecho penal y para cuya solución el aporte jurídico-penal podrá ser sólo marginal."[1][2][3][4]






[1] Günther Jakobs, Dogmática de Derecho Penal y La Configuración Normativa de La Sociedad, Civitas Ediciones, Madrid, 2004, pp. 42 a 47.
[2] StGB, Strafgesetzbuch (Código penal).
[3] BtMG, Betäubungsmittelgesetz (Ley de narcóticos).
[4] BGBl, Bundesgesetzblatt (Boletín Oficial del Estado Federal).

martes, 15 de mayo de 2012

Nils Christie, El Delito No Existe, Delito Como Recurso Natural Ilimitado

Photography: Juan Castro Bekios, Desert Hand, Atacama Desert, Chile
Fotografía: Juan Castro Bekios
“El delito es un recurso ilimitado. Los actos con la potencialidad de ser vistos como delictivos son como un recurso natural ilimitado. Podemos tomar una pequeña porción de ellos para calificarlos como delito, o una grande. Los actos no son, se construyen, sus significados son creados al tiempo que suceden. Clasificar y evaluar son actividades centrales para los seres humanos. El mundo viene a nosotros al tiempo que lo constituimos. El delito es por lo tanto un producto cultural, social y mental. Para todos los actos, incluidos aquellos vistos como no deseados, hay docenas de posibles alternativas de comprensión: maldad, locura, perversión, deshonra, desborde juvenil, heroísmo político, o delito. Los "mismos" actos pueden por lo tanto encontrarse dentro de varios sistemas paralelos como el judicial, el psiquiátrico, el pedagógico y el teológico.
Pero dejemos esto en claro: yo no digo, aquí o más adelante, que ciertos actos inaceptables, completamente inaceptables incluso para mí, no existan. No niego que algunas personas reciben balas en sus cuerpos debido a las armas disparadas por otras personas. Tampoco niego que hay gente que muere debido a los automóviles de otra gente; que es tomado dinero de los bolsillos ajenos o de sus cuentas bancadas sin su consentimiento. Y tampoco niego que tenga fuertes objeciones morales contra la mayoría de estos actos, que trate de detenerlos o prevenirlos. Ni niego que pueda ser útil ver algunos de estos actos como delito.
Estoy interesado en el nacimiento de los significados y en cómo éstos son moldeados. Mi mundo está lleno de valores, muchos de los cuales me obligan a actuar o a reaccionar. Pero esto no excluye un fuerte interés en cómo los actos adoptan su significado.
Tomando en cuenta esta perspectiva general, hay algunas preguntas tradicionales en la criminología que no voy a abordar. Particularmente, no voy a considerar útil la pregunta sobre la evolución de la situación delictiva. Esto no significa que las estadísticas criminales no presenten interés. Tales estadísticas informan sobre los fenómenos vistos y registrados como delitos por una sociedad en particular y también lo que les sucede a aquellas personas vistas como los principales actores. Pero las estadísticas delictivas son en sí mismas un fenómeno social. Ellas nos cuentan lo que el sistema en determinado momento ve como delito, lo que le molesta manejar y lo que tiene capacidad de manejar. Las estadísticas delictivas son un hecho social con extrema necesidad de interpretación. Esta visión de las estadísticas delictivas tiene sus consecuencias. Significa que no es útil preguntarnos si el delito está en aumento, estable o decreciendo". El delito no existe como una entidad dada. Medir las variaciones en la manifestación de un fenómeno que cambia su contenido a través del tiempo no está entre las tareas que más me tientan.
Esta perspectiva general sobre el delito hace posible develar dos cuestiones centrales e interrelacionadas.
Primero, ¿qué está detrás del incremento o merma de los actos generalmente percibidos como no deseados o inaceptables?, y ¿cómo es eventualmente posible influir en el acontecimiento de estos actos?
Segundo, ¿qué hace que una cantidad variable de estos actos aparezca como delito y que sus actores aparezcan como delincuentes? Particularmente, ¿bajo qué condiciones materiales, sociales, culturales y políticas aparecerán el delito y los delincuentes como las metáforas dominantes, como la forma dominante de ver a los actos y actores no deseados?
Esta es una perspectiva liberadora. Nos lleva al tema general de este libro: ¿cuándo es suficiente? O como en el título, ¿cuánto es una sensata cantidad de delito? Esta cuestión nos lleva naturalmente a la siguiente: ¿cuánto es una sensata cantidad de castigo?.”[1]




[1] Nils Christie, Una Sensata Cantidad de Delito, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2004, pp. 19 a 21.

domingo, 13 de mayo de 2012

Silva Sánchez, Algunas Causas de la Expansión del Derecho Penal: La Institucionalización de la Inseguridad

Photography: Juan Castro Bekios, Iguazu Falls, Brazil
Fotografía: Juan Castro Bekios
“La sociedad postindustrial es, además de la «sociedad del riesgo» tecnológico, una sociedad con otros caracteres individualizadores, que convergen en su caracterización como una sociedad de «objetiva» inseguridad. De entrada, debe significarse que el empleo de medios técnicos, la comercialización de productos o la utilización de sustancias cuyos posibles efectos nocivos no se conocen de modo seguro y, en todo caso, se manifestarán años después de la realización de la conducta introducen un importante factor de incertidumbre en la vida social. El ciudadano anónimo se dice: «nos están "matando", pero no acabamos de saber a ciencia cierta ni quién, ni cómo, ni a qué ritmo». En realidad, hace tiempo que los especialistas han descartado la, por lo demás remota, posibilidad de neutralizar los nuevos riesgos, incidiéndose más bien en que debe profundizarse en los criterios de distribución eficiente y justa de los mismos —existentes y en principio no neutralizables—  El problema, por tanto, no radica ya sólo en las decisiones humanas que generan los riesgos, sino también en las decisiones humanas que los distribuyen. Y si bien es cierto que son muchos los que propugnan la máxima participación pública en las correspondientes tomas de decisión, no lo es menos que, de momento, las mismas tienen lugar en un contexto de casi total opacidad.
Todo ello pone de relieve que, en efecto, nos ha tocado vivir en una sociedad de enorme complejidad  en la que la interacción individual —por las necesidades de cooperación y de división funcional— ha alcanzado niveles hasta ahora desconocidos. Sin embargo, la profunda interrelación de las esferas de organización individual incrementa la posibilidad de que algunos de esos contactos sociales redunden en la producción de consecuencias lesivas. Dado que, por lo demás, dichos resultados se producen en muchos casos a largo plazo y, de todos modos, en un contexto general de incertidumbre sobre la relación causa-efecto, los delitos de resultado de lesión se muestran crecientemente insatisfactorios como técnica de abordaje del problema. De ahí el recurso cada vez más asentado a los tipos de peligro, así como a su configuración cada vez más abstracta o formalista (en términos de peligro presunto)
La creciente interdependencia de los individuos en la vida social da lugar, por otro lado, a que, cada vez en mayor medida, la indemnidad de los bienes jurídicos de un sujeto dependa de la realización de conductas positivas (de control de riesgos) por parte de terceros. Expresado de otro modo, las esferas individuales de organización ya no son autónomas, sino que se producen de modo continuado fenómenos —recíprocos— de transferencia y asunción de funciones de aseguramiento de esferas ajenas. En Derecho penal, ello implica la tendencia hacia una exasperación de los delitos de comisión por omisión que incide directamente en su reconstrucción técnico-jurídica.
Además, la sociedad postindustrial europea es una sociedad que expresa la crisis del modelo del Estado del bienestar, una sociedad competitiva con bolsas de desempleo o marginalidad —especialmente juvenil— irreductibles, de migraciones voluntarias o forzosas, de choque de culturas. Una sociedad, en suma, con importantes problemas de vertebración interna. Entre otros efectos, que ahora podemos dejar de lado, es lo cierto que todos estos elementos generan episodios frecuentes de violencia (en su acepción más ordinaria de «criminalidad callejera» individual y en otras manifestaciones») más o menos explícita. En este modelo, en efecto, la propia convivencia aparece como una fuente de conflictos interindividuales. El fenómeno de la «criminalidad de masas» determina que el «otro» se muestre muchas veces precisamente, ante todo, como un riesgo 39, lo que constituye la otra dimensión (no tecnológica) de nuestra «sociedad del riesgo».
Este último aspecto —el de la criminalidad callejera o de masas (seguridad ciudadana en sentido estricto)— entronca con las preocupaciones clásicas de movimientos como el de «ley y orden». En este sentido, el fenómeno no es nuevo. Lo nuevo es que las sociedades postindustriales europeas experimenten problemas de vertebración hasta hace poco desconocidos en ellas (por la inmigración, la multiculturalidad y las nuevas bolsas de marginalidad). Y lo nuevo es también que, a raíz de todo ello, la ideología de ley y orden haya calado en sectores sociales mucho más amplios que los que la respaldaban en los años sesenta y posteriores.” [1]




[1] Silva Sánchez, Jesús-María,  La Expansión del Derecho Penal, Aspectos de la Política Criminal en las Sociedades Postindustriales, Editorial Civitas, segunda edición, Madrid, 2001, pp. 28 a 31.