Fotografía: Juan Castro Bekios |
“También
nosotros sostenemos que quienquiera que emprenda el estudio del Derecho penal
no puede prescindir de una fundamentación filosófica de los problemas que
comporta. Si filosofar es tomar cognición integral de las cuestiones que forman
el objeto de investigación, buscar sus causas remotas, estudiar sus
finalidades, encuadrarlas en una determinada concepción de vida, el Derecho
penal es antes que nada filosofía, porque, tanto en una concepción
espiritualista como una materialista, tanto bajo un perfil indeterminista como
determinista, las soluciones formuladas reflejan una determinada actitud mental
respecto de los máximos problemas de la vida, y por consiguiente una filosofía.
El Derecho penal compromete justamente aquéllos: la naturaleza del hombre, la
existencia o inexistencia de una libertad, la idea de una culpa moral, la del
castigo, la posibilidad de una redención, la pena de muerte, y así sucesivamente.
Incluso quienes piensan que es tiempo perdido estudiar estas cuestiones, siendo
tarea del penalista el aceptar sin discutir el dato legislativo, hacen una
filosofía, o por lo menos ponen en la base de sus estudios una mentalidad que
acepta o justifica el hecho consumado. También es ésta una filosofía, aunque
pésima. Es mejor, por lo tanto, afirmar explícitamente que sin una filosofía el
Derecho penal permanece como un enigma en su substancia, o se reduce a un vano
juego de fórmulas que inútilmente buscan con su forma dialéctica envolver la
realidad. Desde este punto de vista ha adquirido indudablemente un gran mérito
la filosofía idealista contemporánea; por lo menos, la corriente inmanentista,
que ha negado toda autonomía al Derecho para resolverlo en la moral, poniendo
en evidencia los defectos de una elaboración meramente técnica de las
categorías jurídicas. Ha sido justamente este sentido de insatisfacción por el
tecnicismo como tal lo que ha determinado, recientemente, una crisis en el
campo de los juristas, y ha inducido a muchos de éstos a dirigir la mirada más
allá de los retículos tras de los cuales por mucho tiempo habíanse
atrincherado: a ello responde una vivificación del método, de tendencias, de
concepciones sobre las que más adelante insistiremos. Un dato de hecho
alcanzado fue, sin dudas, el reconocer que sin una base filosófica no puede
entenderse al Derecho penal. Lo que podía parecer una herejía es hoy una verdad
reconocida.
Sin embargo, no está dicho que pueda
sernos indiferente cualquier fundamentación filosófica. Si, como tal, cada fundamentación
en términos filosóficos representa para los problemas penales un gran paso adelante
respecto de una mentalidad agnóstica, pensamos que entre los posibles
planteamientos debe ser aceptado el que encuadra justamente la personalidad moral
o individualidad del hombre. Si éste es un ser animado, y por lo tanto un haz
de nervios y músculos que se agitan, se mueven, responden a estímulos; si el
hombre nace, crece y muere en un determinado ambiente, no significa que pueda
colocársele al mismo nivel de cualquier otro ser animado. Semejanzas o
analogías en el plano naturalístico con otros seres que desaparecen en la ley
del número o de la clase, no tienen que hacer olvidar que la realidad en la que
el hombre vive y obra no es la realidad naturalística, la que representa un
presupuesto o dato de hecho esencial, sino la realidad moral. Y de ella nos damos
cuenta a través del modo con que el hombre reacciona a la realidad natural que
lo circunda. El no sufre como los otros seres la ley de sus miembros o la del
ambiente; domina tanto la una como la otra. El hombre es un ser que emerge del
mundo de la naturaleza para decir una palabra sólo suya. El vive y obra en el
mundo de los valores. Es un ser que actúa por un fin en cuya virtud puede
escoger entre motivos antagónicos. No está dominado por el motivo más fuerte,
sino que escoge y criba él mismo el motivo. Esta libertad lo caracteriza y lo
inmerge en el mundo moral. Sin esta libertad, este mundo moral se derrumba, y
queda privado de su base también el mundo jurídico; el Derecho penal pierde su
razón de ser y se transforma en un instrumento de desinfección social, como el
veneno para las ratas o el gas para los mosquitos. Esta es la concepción del
positivismo criminológico, que no ve ninguna diferencia substancial entre el
hombre y el bruto, los dos compelidos a la acción por la estructura de su
organismo o por las anomalías del ambiente. Las estructuras del mundo moral son
siempre reconducidas a equivalentes fisiológicos, y sobre todas las
manifestaciones de la vida individual y social se cierne la inflexible ley de
la causalidad, sin la cual —para los positivistas— faltaría incluso la
posibilidad de un pensamiento científico y filosófico, constreñido a admitir soluciones
de continuidad —y, por lo tanto, la muerte— entre los fenómenos de la vida.
Pero esta concepción, que querría ser científica en cuanto basada sobre la
experiencia, es una concepción filosófica. Aparte de la cuestión de su carácter
estrictamente científico, el positivismo criminológico es también una
filosofía, en la medida en que responde a una concepción omnicomprensiva de los
problemas penales en nombre de una determinada concepción de vida: la reducción
del valor al hecho. Mas una filosofía queda.”[1]
[1] Giussepe Bettiol, El Problema Penal, traducción
del italiano de José Luis Guzmán Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires,
1995, pp. 35-38.
No hay comentarios:
Publicar un comentario