Fotografía: Juan Castro Bekios |
“En nuestros días, se ha convertido en un auténtico lugar
común la alusión a que el Derecho penal está en «crisis». Por ello, es
frecuente que las exposiciones de temas de fundamento o de política criminal
comiencen abordando los motivos y la concreta configuración de la referida
crisis. Sin pretender negar la parte de razón que asiste a tales
planteamientos, se acoge aquí la hipótesis de que tomar la «crisis» como un
fenómeno característico únicamente del Derecho penal contemporáneo resulta
incorrecto o, al menos, inexacto. La crisis, en realidad, es algo connatural al
Derecho penal como conjunto normativo o, como mínimo, resulta, desde luego,
inmanente al Derecho penal moderno, surgido de la Ilustración y plasmado en los
primeros Estados de Derecho. En ellos, en efecto, la antinomia entre libertad y
seguridad (expresada en el ámbito penal en la tensión entre prevención y
garantías, o incluso, si se quiere, entre legalidad y política criminal),
empieza a no ser resuelta automáticamente en favor de la seguridad, de la
prevención; así se detecta ya un principio de crisis, de tensión interna, que
permanece en nuestros días. De ello, sin embargo, habrá ocasión de ocuparse más
adelante mostrándose cómo, en mi opinión, tal crisis o tensión permanente no
constituye, en sí, un fenómeno negativo; al contrario, probablemente es éste el
motor de la evolución del Derecho penal. Una evolución que, a mi entender, muestra
rasgos significativamente dialécticos, y se plasma en síntesis sucesivas de
signo ascendentemente humanitario y garantístico, pese a lo que algunos momentos
de antítesis puedan llevar a pensar. Así, lo negativo, más que en esa realidad,
se hallaría en los intentos de ocultarla, creando pantallas ideológicas que
tratan de aparentar armonía allí donde hay una confrontación esencial.
Sentado lo anterior, se hace preciso
señalar que la mención de una crisis «contemporánea» pretende hacer referencia
a otros fenómenos superpuestos a aquél (que es, por así decirlo, «estructural»)
y que han condicionado el marco en el que se desarrolla la discusión
jurídico-penal de los últimos treinta años, por un lado, y especialmente del
último decenio, por otro lado. En efecto, es cierto que el Derecho penal,
entendido como potestad punitiva del Estado (Derecho penal en sentido
subjetivo, «ius puniendi»), fundamentada y limitada por la existencia de un
conjunto de normas primarias y secundarias (Derecho penal en sentido objetivo),
se halla en crisis. Es ésta fundamentalmente una crisis de legitimación: se
cuestiona la justificación del recurso por parte del Estado a la maquinaria penal,
su instrumento más poderoso. Sin embargo, asimismo se halla en crisis la
llamada «ciencia del Derecho penal»: es ésta una crisis de identidad, en la que
lo cuestionado es el propio modelo a adoptar y su auténtica utilidad social, y
también una crisis de «legitimidad epistemológica», de validez científica. En
ambos casos, sin embargo, no nos encontramos ante fenómenos de nuevo cuño. En
realidad, esta «nueva» crisis del Derecho penal comienza, como tarde, en los
años sesenta, en el momento en que quiebra de modo aparentemente definitivo el
esquema tradicional de un Derecho penal de la retribución. Es entonces, en
efecto, cuando se rechaza por muchos sectores que el Derecho penal se
justifique por la realización de la justicia, finalidad metafísica que, al excluir
de antemano toda constatación empírica, mantenía la incolumidad del mecanismo
punitivo, aislándolo del devenir social. Tales corrientes adquieren una
plasmación espectacular en el Proyecto Alternativo (Alternativ-Entwurf) de un nuevo Código penal alemán,
presentado en 1966 por un grupo de profesores alemanes en oposición al Proyecto
gubernamental de 1962. En lo que hace a la fundamentación de la pena, se
contiene en el Preámbulo del Proyecto Alternativo la ya famosa expresión de que
el fenómeno punitivo no constituye un expediente metafísico (ni simbólico,
habría que añadir ahora), sino «una amarga necesidad en la comunidad de seres
imperfectos que son los hombres». En el marco de la ciencia del Derecho penal,
la referida crisis comienza en los mismos años, desde el instante en que
empieza a ponerse en cuestión el modelo clásico de ciencia deductivo-axiomática,
abstracta y, en suma, ajena también a la realidad social del delito. Ambos
fenómenos, la crisis del Derecho penal y de la ciencia que lo cultiva son, como
resulta fácil comprender, paralelos. Lo que quiebra, pues, es el Derecho penal
retributivo y la ciencia dogmática abstracta que lo estudiaba con una vocación
casi «artística». El desencadenante de ambas crisis viene dado por la
necesidad, sentida de modo general, de proceder a una legitimación del Derecho
penal que resulte inmanente a la sociedad y no trascendente a la misma. Una vez
producido este primer factor de ruptura, resulta natural que también sé sienta
la necesidad de orientar la ciencia del Derecho penal a esa misión social del
Derecho penal, no construyéndola de espaldas a la misma, en un universo abstracto,
ahistórico e independiente de las realidades socioculturales.
La mencionada crisis, cuyo comienzo,
como se ha dicho, puede situarse en los años sesenta (quizá ya a finales de la
década de los cincuenta), generó importantes movimientos científicos que marcaron
las décadas de los sesenta y de los setenta. Por un lado, se produjo la
«despedida de Kant y Hegel» en la teoría de los fines la pena, recibiéndose
influencias escandinavas y norteamericanas, que daban un valor central en esta
materia a la prevención especial resocializadora, al tratamiento del
delincuente. Por el otro, se produjeron intentos significativos de abandonar la
elaboración sistemática del Derecho penal, sustituyéndola por consideraciones
tópicas, y produciéndose un gran avance en los estudios criminológicos, que
hasta entonces se habían visto un tanto marginados por el brillo teórico de las
construcciones dogmáticas. En este sentido, los años setenta se han mostrado
como una década de signo abiertamente ecléctico, tanto en lo relativo a los
fines del Derecho penal, la fuente de su legitimación, como en lo relativo al
método de estudio de la materia penal, en el que se mezclan el sistema y el
problema, lo abstracto y lo concreto. Así, es cierto que sigue discutiéndose acerca
de cuál es la legitimación empírica de la intervención penal (la función social
del Derecho penal) y, también, sobre si cabe atribuir el status de ciencia a
una disciplina que incorpora tantos elementos valorativos y se muestra tan inmediatamente
condicionada por la coyuntura social como la dogmática jurídico-penal. No
obstante, parece haberse alcanzado un punto en el que la mayoría no pone en
cuestión ni que tal legitimidad existe, ni que la dogmática constituye un
instrumento válido para el conocimiento de la materia penal. Ocurre, con todo,
que, en los últimos diez o quince años, a esa crisis global de legitimación todavía
no plenamente resuelta, se le han superpuesto nuevos fenómenos conflictivos que
han venido a agudizar lo problemático de la situación. A continuación haremos
breve alusión a este nuevo aspecto.
En efecto, pasados los años de los
procesos legislativos de despenalización, volvemos a encontramos
preferentemente inmersos en procesos de incriminación. Estos procesos muestran
la peculiaridad de que a los mismos no cabe oponer un concepto de bien jurídico
que, elaborado en los años sesenta y setenta para fundamentar los procesos de
despenalización desde una orientación a la distinción de los objetos de
protección de la moral y el Derecho, no es adecuado para justificar la exclusión
del ámbito jurídico-penal de intereses sobre cuya necesidad de protección jurídica
(pero no necesariamente penal) no parecen existir dudas. Esta tendencia
incriminadora, que es muy pluriforme en su interior y, por tanto, difícilmente
reconducible a un juicio unitario, adopta en ocasiones la forma de una
legislación claramente simbólica o retórica, sin posibilidades reales de
aplicación útil. Tal legislación expansiva, que constituye el distintivo
fundamental de nuestro tiempo, y a veces conlleva la aparición del denostado
Derecho excepcional, choca con dos tendencias, asimismo claras: la que aboga
por un Derecho penal mínimo, resaltando la vertiente garantística del Derecho
penal y la que pone de manifiesto un total escepticismo ante la eficacia
preventivo-especial (resocializadora, en concreto) del mecanismo punitivo más
característico: la pena privativa de libertad. Pero asimismo choca con una
realidad del propio sistema de penas privativas de libertad, espina dorsal del
sistema penal: en efecto, las modernas instituciones de la política criminal y
el Derecho penitenciario —partiendo de aquella inidoneidad para la reinserción—
tienden a favorecer una permanencia mínima en prisión, lo que propicia que los
efectos del Derecho penal, en muchos casos, en realidad se centren en el poder
estigmatizador del sometimiento a un proceso penal y en el hecho simbólico de
la imposición de la pena. Esto resulta ser lo único cierto y, por tanto, lo
único que puede intimidar. Sin embargo, hasta qué punto todo ello no es una
contradicción flagrante con la referida legislación expansiva es algo que,
desde luego, debe examinarse y pone de manifiesto importantes elementos de
crisis en el Derecho penal actual.”[1]
[1] Jesús María Silva Sánchez, Aproximación al Derecho
Penal, José María Bosch Editor, Barcelona, 1992, pp. 13-16.
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