Fotografía: Juan Castro Bekios |
“…La prevención general, como criterio de mensuración de la pena, la hace
injusta, ya que sujeta la consideración del individuo a la generalidad, y
considera al primero bajo el perfil de la utilidad que de ello se puede seguir para
la segunda. Haciendo trizas la relación de proporción entre delito y pena, el
individuo es sacrificado a fin de que de su holocausto la generalidad de los
individuos aprenda a tener horror de la perpetración de ese delito. La punición
del individuo se hace así útil para la salvaguardia de un interés general, y,
queriendo impulsar el criterio informador de la prevención general hasta sus
más lógicas consecuencias, puede incluso darse el caso de prescindir de la
culpabilidad del sujeto que se sacrifica.”[1]
“…Si es verdad que el Derecho penal comienza donde el
terror termina, es también verdad que el reino del terror no es sólo aquel en
que falta una ley e impera el arbitrio, sino también aquel donde ella supera
los límites de la proporción, en el intento de contener a los delincuentes.
Pero como éstos jamás se han contenido por el temor de penas exageradas, la
prevención general termina así por matar a la pena misma, en cuanto de hecho la
priva de todo poder; deviene una especie de espantapájaros que no atemoriza a
nadie. La amenaza sistemática de la pena de muerte termina en la indiferencia general,
porque el hombre se acostumbra incluso a esta idea; el delincuente se convierte
en una especie de faquir que juega displicentemente con el fuego, y este
resultado no puede ser uno de los fines del Derecho penal. Pero todas las veces
que se superan los límites y las exigencias de la retribución, el Derecho penal
acaba por vengarse y se convierte en un medio inidóneo de profilaxis social.”[2]
“…Además, el Derecho penal retributivo exige el respeto a
la dignidad de la persona humana. La individualización de la pena de que
demasiado se habla hoy, comporta la adecuación de la pena al carácter, y, por
ende, a la personalidad del reo; y no se da ningún esquematismo en el ámbito de
la eficacia de la pena retributiva, porque a la diversidad de carácter
corresponde una diversidad de culpabilidad, la que, a su vez, postula una diversidad
en el quantum de pena. La pena estriba sobre todo en su ejecución; aquí es
donde una concepción de la pena puede naufragar. El respeto de la personalidad humana
comporta, además, que en la elección de las penas se eliminen las que ofenden
al hombre y lo envilecen. En un tiempo estaban en uso las penas corporales de
la mutilación y la vara; pero, además de influir siniestramente sobre el alma
del condenado, arruinaban al ejecutor y a la sociedad. Escribe magníficamente Dostoievsky:
"Quien alguna vez ha probado este poder, este señorío ilimitado sobre el
cuerpo, sobre la sangre, sobre el alma de quien es como ellos, de criaturas
humanas, de hermanos, según la ley de Cristo; quien ha probado el poder y la
plena posibilidad de humillar con la peor humillación a otro ser que lleva en
sí la imagen de Dios, es incapaz de dominar sus sentimientos. El hombre y el
ciudadano desaparecen para siempre en el tirano, y le resulta imposible el regreso
a la humanidad, a la dignidad, al arrepentimiento. Agrego, además, que el
ejemplo, la posibilidad de semejante licencia, actúan contagiosamente sobre toda
la sociedad; tal poder es seductor. La sociedad que mira con indiferencia estos
fenómenos está ya infectada hasta la médula. En una palabra, el castigo corporal
infligido por un hombre a otro hombre, es una de las plagas de la sociedad, es
uno de los más fuertes medios para destruir en ella todo germen, toda tentativa
de civilización, y de introducir en ella el principio de una inevitable,
inminente descomposición".[3]
“…¿Y qué decir de
la pena de muerte? El lúgubre tema requeriría una exposición aparte, mucho más
amplia que las pocas líneas que se le pueden conceder en este libro. Filósofos,
críticos, juristas se han combatido desde siempre cuando se trataba de
demostrar el fundamento o la falta de fundamento del extremo suplicio. Se
acostumbra a defender la licitud moral de la pena de muerte a partir de su necesidad
en ciertos casos particularmente
graves. Incluso Beccaria utiliza este criterio. Más que un partidario de la
abolición de la pena de muerte, fue un defensor de la abolición de los indignos
métodos procesales en uso para hacer confesar al imputado: las torturas. Pero,
cuando, aunque sea en casos marginales, se admite la licitud de la pena de muerte,
invocando el criterio de la necesidad, se abre lógicamente de par en par las
puertas de su aceptación, porque necessitas non habet legem. Mas, justamente en
nombre de la necesidad social, hay que negar el fundamento de la pena de
muerte; el Estado, que es organismo de fuerza, tiene en su poder medios muy
diversos y más adecuados para reprimir y prevenir el delito, y, si no los
tiene, ya no es un Estado, sino una caricatura de tal, y está bien que
desaparezca. Ya hemos expuesto cómo el criterio de la prevención general, que
lleva tendencialmente a la pena de muerte para un gran número de delitos, acaba
por corroer la fibra del Derecho penal en vez de consolidarla.”[4]
“…Queda
el criterio de la retribución. ¿Puede sostenerse la licitud de la pena de
muerte, afirmando que es una exigencia del criterio retributivo? En otras
palabras: ¿existen hechos delictivos cuya gravedad sea tal que postulen, como
sentida por la conciencia social, la
aplicación de la pena de muerte a quien los ha
cometido? La respuesta no puede ser general y a priori; depende de la
civilización de un pueblo que da contenido a la idea retributiva, universal por
su naturaleza. Cuando la conciencia social (civilización) de un pueblo siente
que un hecho delictuoso es de tal modo grave que requiere, como adecuada
retribución, y, por ende, castigo, la muerte del culpable, semejante pena debe considerarse
justificada. Sin embargo, repito que la respuesta a la cuestión está históricamente
condicionada; por esto, hay que formular votos para que el Derecho penal del
mañana, ligado en todo caso a la idea retributiva, no proyecte más la sombra de
la soga o de la guillotina, y disuelva los pelotones de ejecución.”[5]
[1] Giussepe
Bettiol, El Problema Penal, traducción del italiano de José Luis Guzmán
Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1995, p. 187.
[2] Giussepe
Bettiol, Ob. Cit. p. 189.
[3] Giussepe
Bettiol, Ob. Cit. pp. 191-192.
[4] Giussepe
Bettiol, Ob. Cit. pp. 192-193
[5] Giussepe
Bettiol, Ob. Cit. p.193.
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