Fotografía: Juan Castro Bekios |
“Pero el curso de mis ideas me ha sacado fuera de mi asunto; a cuya
declaración debo sujetarme. No es la crueldad de las penas uno de los más
grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas, y por consiguiente la vigilancia de los
magistrados, y aquella severidad inexorable del juez, que para ser virtud útil,
debe estar acompañada de una legislación suave. La certidumbre del castigo,
aunque moderado, hará siempre mayor impresión que el temor de otro más
terrible, unido con la esperanza de la impunidad; porque los males, aunque
pequeños, cuando son ciertos amedrentan siempre los ánimos de los hombres; y la
esperanza, don celestial, que por lo común tiene lugar en todo, siempre separa
la idea de los mayores, principalmente cuando la impunidad, tan conforme con la avaricia
y la flaqueza, aumentan su fuerza. La misma atrocidad de la pena hace se ponga
tanto más esfuerzo en eludirla y evitarla, cuanto es mayor el mal contra quien se
combate: hace que se cometan muchos delitos, para huir la pena de uno solo. Los
países y tiempos de los más atroces castigos fueron siempre los de más
sanguinarias e inhumanas acciones; porque el mismo espíritu de ferocidad que
guiaba la mano del legislador regia la del parricida y del matador; sentado en
el trono dictaba leyes de hierro para almas atroces de esclavos, que obedecían;
en la oscuridad privada estimulaba a sacrificar tiranos para crear otros de
nuevo.
Al paso que los castigos son más crueles, los ánimos de los hombres que,
como los fluidos, se ponen a nivel con los objetos que los rodean, se
endurecen; y la fuerza siempre viva de las pasiones es causa de que al fin de
cien años de castigos crueles la rueda se tema tanto como antes la prisión. Para
que una pena obtenga su efecto basta que el mal de ella exceda al bien que nace
del delito; y en este exceso de mal debe ser calculada la infalibilidad de la
pena, y la pérdida del bien que el delito produciría. Todo lo demás es
superfluo y por tanto tiránico. Los hombres se arreglan por la repetida acción
de los males que conocen y no por la de aquellos que ignoran. Supongamos dos
naciones, y que la una es la escala de penas proporcionadas a la escala de delitos, tenga determinada por
la pena mayor la esclavitud perpetua, y la otra la rueda: yo afirmo que la
primera tendrá tanto temor de su mayor pena como la segunda; y si hay razón
para transferir a la primera las penas de la segunda, la misma razón servirá para
acrecentar las penas de esta última, pasando insensiblemente desde la rueda a
los tormentos más lentos y estudiados, y hasta los más exquisitos que inventó
la ciencia demasiado conocida de los tiranos.
Otras dos consecuencias funestas y contrarias al fin mismo de estorbar los
delitos se derivan de la crueldad de las penas. La primera, que no es tan fácil
guardar la proporción esencial entre el
delito y la pena; porque sin embargo de que una crueldad industriosa haya
variado mucho sus especies, no pueden éstas nunca pasar más allá de aquella
última fuerza a que está limitada la organización
y
sensibilidad humana. Y en habiendo llegado a este extremo, no se encontraría
pena mayor correspondiente a los delitos más dañosos y atroces, como era
necesaria para estorbarlos. La otra consecuencia es, que la impunidad misma
nace de la atrocidad de los castigos. Los hombres están reclusos entre ciertos
límites, tanto en el bien como en el mal; y un espectáculo muy atroz para la humanidad
podrá ser un furor pasajero, pero nunca un sistema constante, cuál deben ser
las leyes, que si verdaderamente son crueles, o se mudan, o la impunidad fatal
nace de ellas mismas.
¿Quién al leer las historias no se llena de
horror, contemplando los bárbaros e inútiles tormentos, que con ánimo frío
fueron inventados y ejecutados por hombres que se llamaban sabios? ¿Quién podrá
no sentir un estremecimiento
interior y doloroso al ver millares de infelices, a quienes
la miseria (o querida, o tolerada de las leyes, que siempre han favorecido a
los pocos y abatido a los muchos) obligó y condujo a un retroceso desesperado
sobre el primer estado de naturaleza ; o acusados de delitos imposibles, y fabricados por la temerosa
ignorancia; o reos sólo de ser fieles a los propios principios, despedazados
con supuestas formalidades y pausados tormentos por hombres dotados de los
mismos sentidos, y por consiguiente de las mismas pasiones, agradable
espectáculo de una muchedumbre fanática ? [1] ”
[1] Bonesana César, Marqués de Beccaría, Tratado De
Los Delito y De Las Penas, Editorial
Heliasta, Buenos
Aires, 2007, pp. 100 y ss.
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