Fotografía: Juan Castro Bekios |
“La tarea que me he propuesto en estas
páginas es la de realizar una articulación programática de la idea de la mínima
intervención penal como idea-guía para una política penal a corto y mediano
plazo. La adopción de esta idea pretende ser una
respuesta a la cuestión acerca de los requisitos mínimos de respeto de los derechos humanos en la
ley penal.
El concepto de los derechos humanos
asume, en este caso, una doble función. En primer lugar, una función negativa concerniente
a los límites de la intervención penal. En segundo lugar, una función positiva,
respecto de la definición del objeto, posible, pero no necesario, de la tutela
por medio del derecho pena. Un concepto histórico-social de los derechos
humanos ofrece, en ambas funciones, el instrumento teórico más adecuado para la
estrategia de la máxima contención de la violencia punitiva, que actualmente
constituye el momento prioritario de una política alternativa del control social.
La orientación hacia tal estrategia
puede derivar también de los resultados hasta ahora alcanzados, en el ámbito de
las ciencias histórico-sociales y de la criminología crítica, en el análisis de
los sistemas punitivos en sus manifestaciones empíricas, en su organización y
en sus funciones reales.
Los principales resultados pueden
resumirse en las siguientes
proposiciones:
a) la pena, especialmente en sus
manifestaciones más drásticas, que tienen por objeto la esfera de la libertad
personal y de la incolumidad física de los individuos, es violencia institucional,
esto es, limitación de derechos y represión de necesidades reales fundamentales
de los individuos, mediante la acción legal o ilegal de los funcionarios del
poder legítimo o del poder de facto en una sociedad.
b) Los órganos que actúan en los
distintos niveles de organización de la justicia penal (legislador, policía,
ministerio público, jueces, órganos de ejecución) no representan ni tutelan intereses
comunes a todos los miembros de la sociedad, sino, prevalentemente, intereses
de grupos minoritarios dominantes y socialmente privilegiados. Sin embargo, en
un nivel más alto de abstracción, el sistema punitivo se presenta como un
subsistema funcional de la producción material e ideológica (legitimación) del
sistema social global, es decir, de las relaciones de poder y de propiedad
existentes, más que como instrumento de tutela de intereses y derechos
particulares de los individuos.
c) El funcionamiento de la justicia
penal es altamente selectivo, ya sea en lo que respecta a la protección
otorgada a los bienes y los intereses, o bien en lo que concierne al proceso de
criminalización y al reclutamiento de la clientela del sistema (la denominada
población criminal). Todo ello está dirigido casi exclusivamente contra las
clases populares y, en particular, contra los grupos sociales más débiles, como
lo evidencia la composición social de la población carcelaria, a pesar de que
los comportamientos socialmente negativos estén distribuidos en todos los
estratos sociales, y de que las violaciones más graves a los derechos humanos
ocurran por obra de individuos pertenecientes a los grupos dominantes o que forman
parte de organismos estatales u organizaciones económicas privadas, legales o
ilegales (A. BARATTA, 1986, 10 s.).
d) El sistema punitivo produce más
problemas de cuantos pretende resolver. En lugar de componer conflictos, los reprime
y, a menudo, éstos mismos adquieren un carácter más grave en su propio contexto
originario; o también por efecto de la intervención penal, pueden surgir
conflictos nuevos en el mismo o en otros contextos.
e) El sistema punitivo, por su
estructura organizativa y por el modo en que funciona, es absolutamente
inadecuado para desenvolver las funciones socialmente útiles declaradas en su
discurso oficial, funciones que son centrales a la ideología de la defensa
social y a las teorías utilitarias de la pena.
Si nos referimos, en particular, a
la cárcel como pena principal y caracterizante de los sistemas penales
modernos, correspondería, en primera instancia, comprobar el fracaso histórico
de esta institución frente a sus principales funciones declaradas: contener y
combatir la criminalidad, resocializar
al condenado, defender intereses elementales
de los individuos y de la comunidad. Sin embargo, en una consideración más
profunda, estudiando la institución carcelaria desde el punto de vista de sus
funciones reales, se comprueba más bien que éstas han sido históricamente
desenvueltas con éxito. En efecto, rechazando la hipótesis irracional de la ausencia
de conexiones funcionales entre esta institución y la sociedad, el análisis
científico ha puesto en evidencia funciones reales distintas y opuestas a
aquéllas declaradas y que, por tanto, explican su sobrevivencia histórica (M.
FOUCAULT, 1975). La institución sirve, ante todo, para diferenciar y
administrar una parte de los conflictos existentes en la sociedad como
"criminalidad", es decir, como un problema social ligado a las características
personales de los individuos particularmente peligrosos, lo cual requiere una
respuesta institucional de naturaleza técnica, esto es, la pena o el
tratamiento del desviado. En segundo término, la cárcel sirve para la
producción y reproducción de los "delincuentes", es decir, de una
pequeña población reclutada, dentro de aquélla mucho más amplia de los
infractores, en las franjas más débiles y marginales de la sociedad. Por
último, la cárcel sirve para representar como normales las relaciones de
desigualdad existentes en la sociedad y para su reproducción material e
ideológica.
En una economía política de la pena, el
sistema punitivo se presenta, pues, no como violencia inútil, sino como
violencia útil, desde el punto de vista de la reproducción del sistema social
existente y, por tanto, del interés de quienes detentan del poder, para el
mantenimiento de las relaciones de producción y de distribución desigual de los
recursos. En consecuencia, el sistema punitivo aparece, en un análisis científico,
como un soporte importante de la violencia estructural y, si concebimos ésta en
su acepción más vasta, de la injusticia social, reprimiendo las necesidades
reales de la mayor parte de los individuos, las que, habida cuenta del
desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas de la sociedad,podrían, empero, ser satisfechas si
las relaciones sociales de propiedad y de poder fuesen distintas y más justas
(J. GALTUNG, 1975, 755 ss.).
La lucha por la contención de la
violencia estructural es la misma lucha que por la afirmación de los derechos
humanos. En efecto, en una concepción histórico-social, éstos asumen un
contenido idéntico al de las necesidades reales históricamente determinadas (A.
BARATTA, 1987; E. R. ZAFFARONI, 1985a). Se desprenden de aquí dos
consecuencias: la primera es que una política de contención de la violencia
punitiva es realista sólo si se la inscribe en el movimiento para la afirmación
de los derechos humanos y de la justicia social. Pues, en definitiva, no se
puede aislar la violencia, concebida como violencia institucional, de la
violencia estructural y de la injusticia de las relaciones de propiedad y de
poder, sin perder el contexto material e ideal de la lucha por la
transformación del sistema penal, reduciéndola a una batalla sin salida ni
perspectivas de éxito (E. GARCÍA MÉNDEZ, 1985). La segunda consecuencia es que
las posibilidades de utilizar de modo alternativo los instrumentos
tradicionales de la justicia penal para la defensa de los derechos humanos son
sumamente limitadas.
No obstante, el concepto de derechos
humanos, en la doble función antes indicada, continúa siendo el fundamento más
adecuado para la estrategia de la mínima intervención penal y para su
articulación programática en el cuadro de una política alternativa del control
social.”[1]
[1] Alessandro Baratta, «Criminología y Sistema Penal
(Compilación in memoriam)»,
Editorial B de F, Buenos Aires, 2004, pp. 299 y ss.
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