Fotografía: Juan Castro Bekios |
“Estamos
asistiendo, incluso en los países de democracia más avanzada, a una crisis
profunda y creciente del derecho, que se manifiesta en diversas formas y en múltiples
planos. Distinguiré, esquemáticamente, tres aspectos de esta crisis.
Al primero de ellos lo llamaré crisis de la
legalidad, es decir, del valor
vinculante asociado a las reglas por los titulares de los poderes públicos. Se
expresa en la ausencia o en la ineficacia de los controles, y, por tanto, en la
variada y llamativa fenomenología de la ilegalidad del poder. En Italia —pero
me parece que, aunque en menor medida, también en Francia y en España—
numerosas investigaciones judiciales han sacado a la luz un gigantesco sistema
de corrupción que envuelve a la política, la administración pública, las
finanzas y la economía, y que se ha desarrollado como una especie de Estado
paralelo, desplazado a sedes extra-legales y extra-institucionales, gestionado
por las burocracias de los partidos y por los lobbies de los negocios, que
tiene sus propios códigos de comportamiento. En Italia, además, la ilegalidad
pública se manifiesta también en forma de crisis constitucional, es decir, en
la progresiva degradación del valor de las reglas del juego institucional y del
conjunto de límites y vínculos que las mismas imponen al ejercicio de los
poderes públicos: basta pensar en los abusos de poder que llevaron a pedir la acusación
del ex presidente de la República italiana por atentado contra la Constitución,
en la pérdida de contenido de la función parlamentaria, en los conflictos entre
el poder ejecutivo y el judicial, debidos a que el primero no soporta la
independencia del segundo, por no hablar del entramado que existe entre
política y mafia y del papel subversivo, todavía en gran parte oscuro,
desempeñado desde hace ya decenios por los servicios secretos.
El segundo aspecto de la crisis, sobre el que más se ha
escrito, es la inadecuación estructural de las formas del Estado de derecho a las
funciones del Welfare State, agravada
por la acentuación de su carácter selectivo y desigual que deriva de la crisis
del Estado social. Como se sabe, esta
crisis ha sido con frecuencia asociada a una suerte de contradicción entre el
paradigma clásico del Estado de derecho, que consiste en un conjunto de límites
y prohibiciones impuestos a los poderes públicos de forma cierta, general y
abstracta, para la tutela de los derechos de libertad de los ciudadanos, y el Estado
social, que, por el contrario, demanda a los propios poderes la satisfacción de
derechos sociales mediante prestaciones positivas, no siempre predeterminables
de manera general y abstracta y, por tanto, eminentemente discrecionales,
contingentes, sustraídas a los principios de certeza y estricta legalidad y
confiadas a la intermediación burocrática y partidista. Tal crisis se
manifiesta en la inflación legislativa provocada por la presión de los
intereses sectoriales y corporativos, la pérdida de generalidad y abstracción
de las leyes, la creciente producción de leyes-acto, el proceso de
descodificación y el desarrollo de una legislación fragmentaria, incluso en
materia penal, habitualmente bajo el signo de la emergencia y la excepción. Es
claro que se trata de un aspecto de la crisis del derecho que favorece al
señalado con anterioridad. Precisamente, el deterioro de la forma de la ley, la
falta de certeza generalizada a causa de la incoherencia y la inflación
normativa y, sobre todo, la falta de elaboración de un sistema de garantías de
los derechos sociales equiparable, por su capacidad de regulación y de control,
al sistema de las garantías tradicionalmente predispuestas para la propiedad y
la libertad, representan, en efecto, no sólo un factor de ineficacia de los
derechos, sino el terreno más fecundo para la corrupción y el arbitrio.
Hay, además, un tercer aspecto de la crisis del derecho,
que está ligado a la crisis del Estado nacional
y que se manifiesta en el cambio de los lugares de la soberanía, en la
alteración del sistema de fuentes y, por consiguiente, en un debilitamiento del
constitucionalismo. El proceso de integración mundial, y específicamente
europea, ha desplazado fuera de los confines de los Estados nacionales los
centros de decisión tradicionalmente reservados a su soberanía, en materia militar,
de política monetaria y políticas sociales. Y aunque este proceso se mueva en
una línea de superación de los viejos y cada vez menos legitimados y
legitimables Estados nacionales y de las tradicionales fronteras estatalistas
de los derechos de ciudadanía, está por ahora poniendo en crisis, a falta de un
constitucionalismo de derecho internacional, la tradicional jerarquía de las
fuentes. Piénsese en la creación de nuevas fuentes de producción, como las del derecho
europeo comunitario —directivas, reglamentos y, después del tratado de
Maastricht, decisiones en materia económica e incluso militar— sustraídas a
controles parlamentarios y, al mismo tiempo, a vínculos constitucionales, tanto
nacionales como supra-nacionales.
Es evidente que esta triple crisis del derecho corre el
riesgo de traducirse en una crisis de la democracia. Porque, en efecto, en
todos los aspectos señalados, equivale a una crisis del principio de legalidad,
es decir, de la sujeción de los poderes públicos a la ley, en la que se fundan
tanto la soberanía popular como el paradigma del Estado de derecho. Y se
resuelve en la reproducción de formas neoabsolutistas del poder público,
carentes de límites y de controles y gobernadas por intereses fuertes y
ocultos, dentro de nuestros ordenamientos.
Una lectura bastante difundida de semejante crisis es la
que la interpreta como crisis de la misma capacidad regulativa del derecho, debida
a la elevada «complejidad» de las sociedades contemporáneas. La multiplicidad
de las funciones exigidas al Estado social, la inflación legislativa, la
pluralidad de las fuentes normativas, su subordinación a imperativos sistémicos
de tipo económico, tecnológico y político, y, por otra parte, la ineficacia de
los controles y los amplios márgenes de irresponsabilidad de los poderes
públicos, generarían —según autores como Luhmann, Teubner y Zolo— una creciente
incoherencia, falta de plenitud, imposibilidad de conocimiento e ineficacia del
sistema jurídico. De aquí se seguiría un debilitamiento de la misma función
normativa del derecho y, en particular, la quiebra de sus funciones de límite y
vínculo para la política y el mercado, y, por tanto, de garantía de los
derechos fundamentales, tanto de libertad como sociales.
Me parece que este diagnóstico podría responder a una
suerte de falacia naturalista o, quizá mejor, determinista: nuestros sistemas jurídicos
son como son porque no podrían ser de otro modo. El paso irreflexivo del ser al
deber ser —importa poco si en clave determinista o apologética— es el peligro
que me parece está presente en muchas actuales teorizaciones de la
descodificación, la deslegislación o de desregulación. No cabe duda de que una
aproximación realista al derecho y al concreto funcionamiento de las
instituciones jurídicas es absolutamente indispensable y previo si no se quiere
caer en la opuesta y no menos difusa falacia, idealista y normativista, de quien
confunde el derecho con la realidad, las normas con los hechos, los manuales de
derecho con la descripción del efectivo funcionamiento del derecho mismo. Y,
sin embargo, el derecho es siempre una realidad no natural sino artificial,
construida por los hombres, incluidos los juristas, que tienen una parte no
pequeña de responsabilidad en el asunto. Y nada hay de necesario en sentido determinista
ni de sociológicamente natural en la ineficacia de los derechos y en la
violación sistemática de las reglas por parte de los titulares de los poderes
públicos. No hay nada de inevitable y de irremediable en el caos normativo, en
la proliferación de las fuentes y en la consiguiente incertidumbre e
incoherencia de los ordenamientos, con los que la sociología jurídica sistémica
representa habitualmente la actual crisis del Estado de derecho.
Yo creo que el peligro para el futuro de los derechos
fundamentales y de sus garantías depende hoy no sólo de la crisis del derecho, sino
también de la crisis de la razón jurídica; no sólo del caos normativo y de la
ilegalidad difusa aquí recordados, sino también de la pérdida de confianza en
esa artificial reason que es la razón jurídica moderna, que erigió
el singular y extraordinario paradigma teórico que es el Estado de derecho. La
situación del derecho propia del Ancien
Regime era bastante más «compleja»,
irracional y desregulada que la actual. La selva de las fuentes, el pluralismo
y la superposición de ordenamientos, la inflación normativa y la anomia
jurídica de los poderes que tuvieron enfrente los clásicos del iusnaturalismo y
de la Ilustración, de Hobbes a Montesquieu y Beccaria, formaban un cuadro
seguramente bastante más dramático y desesperante que el que aparece hoy ante
nuestros ojos. Y también entonces, en los orígenes de la modernidad jurídica,
fueron muchas y autorizadas las voces que se levantaron contra la pretensión de
la razón jurídica de reordenar y reconstruir su propio objeto en función de los
valores de la certeza y de la garantía de los derechos: basta pensar en la oposición
de Savigny y de la Escuela histórica a los proyectos de codificación y, desde
una perspectiva bien diferente, en la incomprensión e infravaloración por
Jeremy Bentham de la Declaración francesa de los derechos de 1789.
El reto que hoy se deriva para la razón jurídica de las
múltiples formas que adopta la crisis del derecho en acto no es más difícil que
el afrontado, hace ahora dos siglos, por la ilustración jurídica, cuando emprendió
la obra de la, codificación bajo la enseña del principio de legalidad. Si bien,
respecto a la tradición iuspositivista clásica, la razón jurídica actual tiene
la ventaja derivada de los progresos del constitucionalismo del siglo pasado,
que le permiten configurar y construir hoy el derecho —bastante más que en el
viejo Estado liberal— como un sistema artificial de garantías constitucionalmente preordenado a la tutela
de los derechos fundamentales.
Esta función de garantía del derecho resulta actualmente
posible por la específica complejidad de su estructura formal, que, en los ordenamientos
de Constitución rígida, se caracteriza por una doble artificialidad; es decir,
ya no sólo por el carácter positivo de las normas producidas, que es el rasgo
específico del positivismo jurídico, sino también por su sujeción al derecho,
que es el rasgo específico del Estado constitucional de derecho, en el que la misma producción jurídica se
encuentra disciplinada por normas, tanto formales como sustanciales, de derecho
positivo. Si en virtud de la primera característica, el «ser» o la «existencia»
del derecho no puede derivarse de la moral ni encontrarse en la naturaleza,
sino que es, precisamente, «puesto» o «hecho» por los hombres y es como los
hombres lo quieren y, antes aún, lo piensan; en virtud de la segunda
característica también el «deber ser» del derecho positivo, o sea, sus
condiciones de «validez», resulta positivizado por un sistema de reglas que
disciplinan las propias opciones desde las que el derecho viene pensado y proyectado,
mediante el establecimiento de los valores ético-políticos —igualdad, dignidad
de las personas, derechos fundamentales— por los que se acuerda que aquéllas
deben ser informadas. En suma, son los mismos modelos axiológicos del derecho
positivo, y ya no sólo sus contenidos contingentes —su «deber ser», y no sólo
su «ser»— los que se encuentran incorporados al ordenamiento del Estado
constitucional de derecho, como derecho sobre el derecho, en forma de vínculos
y límites jurídicos a la producción jurídica. De aquí se desprende una
innovación en la propia estructura de la legalidad, que es quizá la conquista
más importante del derecho contemporáneo: la regulación jurídica del derecho
positivo mismo, no sólo en cuanto a las formas de producción sino también por
lo que se refiere a los contenidos producidos.
Gracias a esta doble artificialidad —de su «ser» y de su
«deber ser»— la legalidad positiva o formal en el Estado constitucional de derecho
ha cambiado de naturaleza: no es sólo condicionante, sino que ella está a su
vez condicionada por vínculos jurídicos no sólo formales sino también
sustanciales. Podemos llamar «modelo» o «sistema garantista», por oposición al
paleopositivista, a este sistema de legalidad, al que esa doble artificialidad
le confiere un papel de garantía en relación con el derecho ilegítimo. Gracias
a él, el derecho contemporáneo no programa solamente sus formas de producción a través de normas de
procedimiento sobre la formación de las leyes y demás disposiciones. Programa
además sus contenidos sustanciales, vinculándolos
normativamente a los principios y a los valores inscritos en sus
constituciones, mediante técnicas de garantía cuya elaboración es tarea y
responsabilidad de la cultura jurídica. Esto conlleva una alteración en
diversos planos del modelo positivista clásico: a) en el plano de la teoría del
derecho, donde esta doble artificialidad supone una revisión de la teoría de la
validez, basada en la disociación entre validez y vigencia y en una nueva
relación entre forma y sustancia de las decisiones; b) en el plano de la teoría política, donde comporta
una revisión de la concepción puramente procedimental de la democracia y el
reconocimiento también de una dimensión sustancial; c) en el plano de la teoría
de la interpretación y de la aplicación de la ley, al que incorpora una
redefinición del papel del juez y una revisión de las formas y las condiciones
de su sujeción a la ley; d) por último,
en el plano de la metateoría del derecho, y, por tanto, del papel de la ciencia
jurídica, que resulta investida de una función no solamente descriptiva, sino
crítica y proyectiva en relación con su objeto.”[1]
[1]
Luigi Ferrajoli, Derechos y
Garantías, La Ley del Más Débil, Editorial Trotta, Madrid, 2004, pp.15-20.
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