Fotografía: Juan Castro Bekios |
“Pero la pena
fue violentada, además, por otro punto de vista, en que se aprecian las
exigencias formales de un naturalismo sistemático. El pensamiento jurídico de
carácter técnico ha querido a toda costa reconducir la pena a un concepto
superior de género: la sanción. Este es, indudablemente, un concepto de orden, mas,
justamente por eso, no refleja las características más marcadas de las
individualidades singulares, que terminan por evaporarse en el cuadro del sistema.
Sanción es sinónimo de "consecuencia" jurídica, pero una consecuencia
puede referirse tanto al cumplimiento como al incumplimiento de una obligación jurídica;
puede consistir, pues —como afirma Maggiore—, tanto en un premio como en un
castigo. Si, desde el punto de vista formal, puede incluso producir un sentimiento
de satisfacción el ver ligados, en las articulaciones de un sistema, un premio
y un castigo, no creemos que desde un punto de vista teleológico esta unión
haga homenaje a la realidad de los valores. Estamos en campos diferentes. Pero,
incluso queriendo referir el concepto de sanción a las consecuencias jurídicas del
entuerto o ilícito, la pena sale sumamente empobrecida y humillada, porque
pierde su nota dominante y característica: ¡la de ser un verdadero castigo! La
sanción civil y la administrativa, aunque sean consecuencias de un acto
ilícito, no son, con todo, castigos en el pleno sentido de la palabra: una
tiene, en substancia, carácter patrimonial, razón por la cual no está
estrictamente ligada a la persona del culpable, pudiendo incluso terceros ser
llamados a responder del daño producido; otra tiene en mira principalmente los
intereses de la Administración, más que la posición del transgresor dentro de
la misma. En substancia, no son castigos, pues el castigo es, de hecho,
expresión de una idea retributiva de carácter netamente moral.
Si, pues, desde un punto de vista formal, la pena puede
ser sistematizada en la sanción como "consecuencia" del ilícito,
desde un punto de vista substancial
la
pena es malum
passionis propter malum actionis. Es una noción empapada de
contenido moral, insertada en los concretos valores de la vida, expresión de
una exigencia ética sin la cual no puede concebirse una vida humana. La pena toca
al hombre en su concreta individualidad, determina en él un sufrimiento como
equivalente del sufrimiento que a otros infirió con la acción delictiva, remece
un alma acaso ya endurecida en el vicio, despierta el sentido de la dignidad humana.
Ella es la expresión más típica y señalada de aquella exigencia de que al mal
debe seguir el mal, como al bien debe seguir el bien, la que está
verdaderamente esculpida en el corazón de los hombres; es la expresión de esa
ley de justicia substancial sin la cual las relaciones entre los hombres serían
reguladas exclusivamente por la divisa de Bentham: "Utility: or the
greatest happines for thegreatest number", esto es, por un puro cálculo
de utilidad que en el frío de una expresión matemática congela el calor del
latido de la vida moral; es la afirmación de uno de los más altos valores del
espíritu humano, que ve en el sufrimiento la única vía de la redención.
Quitarle al hombre la pena significa privarle de su mundo moral y confinarlo en
un mundo naturalístico donde las acciones de bien y de mal quedan reducidas a
los conceptos de utilidad y daño, que también sirven para cualificar los
comportamientos de los animales faltos de la luz intelectual. El hombre tiene
derecho a la pena, así como tiene derecho al reconocimiento de su dignidad de
persona. El grito angustiado de los imputados que se reconocen culpables y
reclaman a los jueces la pena por los delitos cometidos, es el reconocimiento
de una realidad moral que ninguna lógica del intelecto podrá negar o encerrar
en las profundidades del corazón humano. Si la pena puede, y debe, ser
conceptualmente definida y racionalmente justificada, tiene que ser antes que
nada sentida. Es la lógica del corazón que vence sobre la lógica formal del
intelecto, esa lógica del corazón que sabe llegar a través de la intuición a
las mayores verdades, las que, si bien pueden luego ser objeto de
conceptualización formal, tienen que ser sobre todo entendidas, comprendidas,
sentidas por la conciencia del investigador. ¡Infeliz aquel que tiene el ánimo
cerrado a la "sensación" de estas verdades; infeliz aquel que no sabe
captar los datos de la experiencia moral! ¡Le está cerrada la visión de esas
concretas y vitales verdades, sin las que el mundo nos aparece como un
gigantesco andamiaje de conceptos, tras los cuales se esconden las torres de
una catedral!
¿Y qué es el Derecho penal para los positivistas sino un
juego combinado de conceptos para justificar una intervención
"defensiva" del Estado, de suerte de poder realizar la felicidad del
mayor número de los coasociados, por medio de la segregación y la eliminación del
culpable? ¿No es acaso el delito una acción perjudicial que turba la
tranquilidad y la felicidad de un gran número de coasociados, por lo que se
hace necesario que la felicidad de un individuo sea sacrificada para obtener la
del mayor número? ¿No es, por ventura, el concepto de "daño" un
concepto del que abusamos en el desarrollo de los problemas penales por su
contenido utilitario? Y bien, quien habla de utilidad se pone a priori fuera
del ámbito del Derecho penal, que conoce sólo esa utilidad que es propia de una
acción justa, y por ello también de la pena en cuanto expresión de justicia, pero
que rechaza toda base utilitaria en la que lo útil sea reducido a una operación
matemática.
Y es justamente esta idea utilitaria la que está en la raíz
de muchas corrientes de pensamiento modernas y no modernas. Se afirma que la
pena se justifica porque sirve para el mantenimiento del orden social, ya que mediante
ella el Estado, cual expresión de la colectividad organizada, se defiende de
los ataques de la delincuencia y realiza las condiciones de equilibrio físico
de la sociedad, alteradas o comprometidas por el delito. Esta es la teoría de
la necesidad de conservación de la agregación social, promovida para dar una
justificación a la amenaza y a la aplicación de la pena, pero que, si es
entendida en términos naturalísticos, lleva directamente a la teoría de la
defensa, bandera de la moderna dirección criminológica. Hoy la oposición está polarizada
alrededor de las ideas de pena retributiva y de pena defensa, por lo que quien
afirma la primera, excluye todo ese fondo utilitario y naturalístico sobre el
que se proyecta la segunda. La oposición existe ya en los términos: ¿queremos
una pena, expresión de una exigencia moral de justicia, o tenemos que
contentamos con que ella esté orientada hacia la idea de lo útil y que no se fije
la tarea de reprimir, sino la de prevenir? En verdad, la acción agresora, o
sea, el delito, es ya un hecho pasado y agotado, respecto del cual la defensa es
un contrasentido, mientras que no lo sería en lo que concierne a los delitos
por venir. Pena retributiva y defensa son términos antagónicos. La pena supone,
como respuesta al delito, un delito ocurrido, mientras que la defensa se ejerce
respecto de un delito in fieri. La necesidad social de la defensa debe ser
erradicada del campo penal no tanto por la razón lógica, que ya expuso
Pellegrino Rossi, pues prevención y represión no pueden andar de acuerdo,
cuanto porque, basado el Derecho sobre la pura y simple necesidad social, falta
todo límite ético a la intervención del Estado en el campo punitivo. El Estado
podría intervenir en nombre de una efectiva o presunta necesidad social con
puniciones desproporcionadas y exageradas respecto de las exigencias de una
justa y normal retribución, o incluso castigar cuando falten los presupuestos de
la punición, es decir, si falta la culpabilidad. Esto demuestra que la idea de
la conservación y de la defensa es una idea naturalística que reduce la pena al
esquema de esa reacción defensiva pura y simple que es propia de cualquier
organismo natural tocado en sus condiciones de existencia. No sin motivo el
pensamiento naturalístico ha considerado a la sociedad como un organismo en sí
que tiene vida, estructura, tareas superiores a las de los individuos, y que
puede, por tanto, ejercer una actividad de defensa contra todo ataque extremo.
Querer determinar las condiciones que justifican esta acción defensiva o
reacción, buscarlas en la culpabilidad de la acción realizada, justificarlas en
base a una proporción, puede ser obra peligrosa, pues puede paralizar una
pronta reacción estatal.
Aunque la teoría de la necesidad de defensa no ha llegado
siempre a estas conclusiones, se puede sostener que tendencialmente se dirige a
estos resultados, y a éstos llega en el ámbito del pensamiento positivista, donde
no puede hablarse de pena, ya que ésta reclama todo un mundo de ideas y de
valores que no tienen nada que ver con la reacción defensiva. ¡La pena desaparece
para dejar su lugar a la medida de seguridad, fundada en el mundo de lo útil!
Es aquí donde juega la idea de la "seguridad" como expresión de
exigencias utilitarias que se contraponen a la idea retributiva sobre la que se
basa la pena. Es propio de la medida defender a la sociedad de los peligros de
nuevos delitos y prescindir de toda investigación sobre las condiciones de
imputabilidad moral de los individuos, y, por lo tanto, sobre la posibilidad de
una retribución. Por algo todo el pensamiento positivista gravita hacia las
ideas de defensa y de seguridad, por lo que, a priori, puede afirmarse la
inconciliabilidad de las mismas, como justificadoras de la pena, con la de
retribución. La pena no toma sobre sí tareas de seguridad: si su presupuesto —la
culpabilidad— es de carácter monodimensional, en cuanto expele de sí todo lo
que no concierne a la posibilidad de reproche, también la pena debe ser concebida
como entidad monodimensional, y no puede echarse sobre sí tareas extrañas a la
idea del castigo que sigue al reproche. Hay un perfecto paralelismo entre la
idea del reproche, propia de la culpabilidad, y la idea retributiva, propia de
la pena.
Cuando se quiere abandonar la idea retributiva para reemplazar
la pena con la defensa y seguridad, se termina inexorablemente por quitar el
único criterio sólido de discernimiento entre pena y medida, por lo cual, más
que unificarse en un concepto superior
que tenga en sí los caracteres de la una y de la otra, la pena termina por ser
fagocitada en la medida. ¡Y sobre las ruinas del Derecho penal canta su
victoria el pensamiento naturalístico! La pena como "valor" queda comprometida
irremediablemente, porque se niega validez a la idea retributiva, la única que
coloca la pena en el mundo moral, la única que respeta la dignidad de la
persona humana. Se podría, queriendo mantener en vida el dualismo entre pena y
medida, hallar numerosos criterios para distinguir entre las dos disposiciones;
se podrá afirmar farisaicamente que se cree en el Derecho penal, pero todo ello
no podrá sanar la herida mortal inferida a la noción de pena, si se la quiere
considerar como represión a fin de prevención. Hay que tener muy claro en la
mente que toda consideración preventiva termina, antes o después, por "esterilizar"
la pena, para abrir el camino a la medida de seguridad, en la que las
exigencias morales que urgen en las venas de la pena están del todo apagadas.
Nótese, sin embargo, que con esto no queremos sumarnos a
las afirmaciones de los positivistas, según los cuales la medida de seguridad
se substrae a una valoración ética en cuanto está decididamente orientada hacia
la idea de lo útil. Pensamos que incluso la medida, si bien encuentra en la
peligrosidad social (concepto naturalístico) su presupuesto, tiene que ser introducida
en el mundo de los valores, esto es, tiene que ser cualificada como éticamente
relevante; sólo que el criterio de esta valoración es diferente del criterio moral
que da tono y significado a la pena. Mientras la pena está penetrada por el
criterio de justicia, la medida de seguridad se inspira en una idea de caridad,
de amor, de compasión, amén que de defensa. La defensa será el criterio
fundamental y decisivo que justifica la intervención estatal respecto a
delincuentes habituales, profesionales, por tendencia, y será, además, el
criterio fundamental para disposiciones que se haya de tomar respecto de
enfermos mentales, menores, sordomudos; mas, especialmente respecto de estas
últimas categorías de delincuentes peligrosos, el criterio de la defensa está
iluminado y moralizado por la caridad. Sobre todo, hay que cuidar, educar, dirigir
al bien, proceder a una obra que no es sólo de "mejoría social", como
dicen los positivistas, sino de verdadera y propia redención moral. Entre
peligrosidad y medida no existe, pues, ese paralelismo que corre entre
culpabilidad y pena: mientras la peligrosidad tiene carácter monodimensional y
es concepto naturalístico, la medida de seguridad tiene carácter polidimensional,
porque es también susceptible de un juicio moral. La medida de seguridad
embiste al hombre totalitariamente, en el sentido de que no debe preocuparse sólo
de ponerlo en condiciones de no dañar, sino que debe esforzarse por recuperarlo
desde el punto de vista moral y social.”[1]
[1]
Giussepe
Bettiol, El Problema Penal, traducción del italiano de José Luis Guzmán
Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1995, pp. 175-183.