Fotografía: Juan Castro Bekios |
"Luego
de la culpa viene la pena. Son, en verdad, dos términos correlativos. Negado el
primero, también es negado el segundo, y lo mismo sucede cuando se quiere
asignar a la pena tareas que "tradicionalmente" no le competen. Hay
que terminar así por dar un contenido diferente a la noción de culpa. En estos
últimos tiempos, en efecto, hemos asistido a un gradual proceso de
"naturalización", tanto del concepto de culpa cuanto del de la pena,
realizado con sorprendente habilidad; pero jamás tal, que no revelase su mancha
de origen. No se trata de los groseros intentos de los primeros positivistas,
quienes habían creído poder dominar fácilmente y reducir a cautividad la culpa
y la pena en las espirales de un mecanicismo naturalista, sino de esas
tentativas llevadas a cabo por los representantes de la misma corriente de pensamiento,
que, más astutos y refinados, han querido mantener la fe en los términos
usuales, pero comenzando a darles un contenido antitético al que las palabras usadas
deberían expresar. Se comienza por decir que la pena no debe ser considerada
como retribución, castigo, equivalencia, porque estos términos recuerdan la
idea del tallón, y, por ende, la de la venganza, idea bárbara e inmoral que, si
pudo una vez estar en la base del Derecho penal, hoy, con el desarrollo
civilizado de la humanidad, tiene que ser completamente erradicada. Un Derecho
penal que pretenda ser adecuado a la civilización moderna no puede pretender la
ley de la equivalencia, del "número", como su fundamental criterio
inspirador. Y es extraño que esta idea del número, siempre expresión refinada
de una concepción atomista, mecánica, de la realidad, sea rechazada justamente
por aquellos que se apegan a una ideología naturalística, y, sin embargo,
afirman la alta "moralidad" de un sistema penal que rechaza la
retribución. Se empieza diciendo que la pena ya no es considerada como
retribución de una acción, porque ésta no tiene importancia decisiva en el
campo del Derecho penal; lo que cuenta es la personalidad del delincuente, que
no puede ser reconducida a la idea de la equivalencia, porque es una dimensión
que escapa de toda proporción predeterminada y preestablecida. La pena, eventualmente,
debería estar indeterminada en el máximo, y debiera fijarse a lo más un límite
mínimo por respeto a aquel formalismo que todavía actúa en el seno a la polis;
tendencialmente, ningún límite debiera ponerse a su duración. Rota, empero, la
idea del número, que, como afirma el poeta, "sus raíces oculta en el
misterio", se tenía necesariamente que llevar la pena a otro plano, esto
es, asignarle tareas que no tienen nada que ver con la represión de la acción
realizada, sino que se polarizan hacia comportamientos futuros. La pena, en
otras palabras, no debe reprimir, sino prevenir la perpetración de ulteriores
delitos, y debe escogerse y aplicarse de modo que permita el logro de su fin.
Pero así la idea del número, echada por la puerta, vuelve a entrar por la
ventana del cálculo de probabilidades, y la pena se modela sobre la
peligrosidad del sujeto, considerada como fulcro del nuevo Derecho penal. La
pena se orienta hacia el futuro, aunque se respeta siempre una proporción: ésta
ya no se refiere a la acción, y por ello no mirará a establecer la justa
relación entre el mal realizado y el sufrimiento infligido al agente, sino que
se referirá al futuro y se esforzará por determinar una relación entre una
cualidad o un status del individuo y la probabilidad de nuevos delitos. La
prevención especial se convierte en el centro de la pena, no en el sentido de
Platón, de que la pena sea la medicina del alma, porque el delito no es
considerado como un mal del espíritu que se identifica con la ignorancia del
bien, sino como un dato de la naturaleza que estalla en contacto con
determinadas condiciones ambientales. La culpabilidad se hace, pues, sinónimo de
peligrosidad, y ya no hay razón, ni siquiera formal, que aconseje mantener fe
en el término tradicional. Esto lo han entendido los refinados positivistas
modernos, cuando han reemplazado, hace poco, el término pena por el de
"sanción criminal", identificando la culpabilidad con una deficiencia
y anormalidad del carácter seu
peligrosidad. La naturalización de la culpa y de la pena era un hecho
consumado, y algunos de los supremos valores de la vida quedaban así reducidos
a un puro cálculo de probabilidades."[1]
[1]
Giussepe Bettiol, El Problema Penal, traducción del italiano de José Luis
Guzmán Dálbora, Editorial Hammurabi, Buenos Aires, 1995, pp. 173-175.
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