Fotografía: Juan Castro Bekios |
“Muchos
de los equívocos que influyen sobre las discusiones teóricas y filosóficas, en
tomo a la clásica pregunta de «¿por qué castigar?», dependen, según
mi
opinión, de la frecuente conclusión que se genera entre los diversos
significados que a ella se atribuyen, entre los diversos problemas que ella
refleja y entre los diversos niveles y universos de discursos a los cuales
pertenecen las respuestas admitidas por aquella pregunta. Estos equívocos se
manifiestan también en el debate entre «abolicionistas» y «justificadores» del
derecho penal, lo cual da lugar a incomprensiones teóricas que a menudo son
interpretadas como disentimientos ético-políticos. Lo que es más grave, además,
es que ellas confieren a las doctrinas justificadoras de la pena unas funciones
apologéticas y de apoyo al derecho penal existente, por lo cual las mismas
doctrinas abolicionistas quedan supeditadas en el plano metodológico. De tal
forma, semejantes equívocos resultan ser los responsables de ciertos proyectos
y estrategias de una política criminal conservadora o utópicamente regresiva.
La tarea preliminar del análisis filosófico» es entonces
la de aclarar los distintos estatutos epistemológicos de los problemas
reflejados por la pregunta «¿por qué castigar?», como así mismo de sus
diferentes soluciones. Para alcanzar estos fines me parece esencial realizar
dos clases de distinciones. La primera —que, siendo banal, no siempre es tenida
en cuenta— se relaciona con los posibles significados de la pregunta; la
segunda —más importante y habitualmente olvidada— se refiere a los niveles de
discurso desde los cuales se pueden ensayar las posibles respuestas.
La pregunta «¿por qué castigar?» puede ser entendida con
dos sentidos distintos:
a) el de porqué existe
la pena, o bien porqué se castiga; b) el de porqué debe existir la pena, o bien por qué se debe castigar. En
el primer sentido el problema del «porqué» de la pena es un problema
científico, o bien empírico o de hecho,
que admite respuestas de carácter historiográfico o sociológico formuladas en
forma de proposiciones asertivas, verificables y falsificables pero de cualquier
modo susceptibles de ser creídas como verdaderas o falsas. En el segundo sentido el problema es, en
cambio, uno de naturaleza filosófica
—más precisamente de filosofía moral o política— que admite respuestas
de carácter ético-político expresadas bajo la forma de proposiciones
normativas las que sin ser verdaderas ni
falsas, son aceptables o inaceptables en
cuanto axiológicamente válidas
o inválidas. Para evitar confusiones será útil utilizar dos palabras distintas para
designar estos significados del «porqué»; la palabra función para indicar los usos descriptivos y la
palabra fin para indicar los usos
normativos. Emplearé correlativamente dos palabras distintas para designar el
diverso estatuto epistemológico de las respuestas admitidas por las clases de
cuestiones: diré que son teorías explicativas o explicaciones las respuestas a las cuestiones históricas o
sociológicas sobre la función (o las funciones) que de hecho cumplen el derecho
penal y las penas, mientras son doctrinas axiológicas o de justificación las respuestas a las cuestiones
ético-filosóficas sobre el fin (o los fines) que ellas deberían perseguir.
Un vicio metodológico que puede observarse en muchas de
las respuestas a la pregunta «¿por qué castigar?», consiste en la confusión en
la que caen aquéllas entre
función y fin, o bien entre el ser y el deber ser de la pena, y en la
consecuente asunción de las explicaciones como justificaciones o viceversa.
Esta confusión es practicada antes que nada por quienes producen o sostienen
las doctrinas filosóficas de la justificación, presentándolas como
«teorías de la pena». Es de tal modo que
ellos hablan, a propósito de las tesis sobre los fines de la pena, de
«teorías absolutas» o «relativas», de
«teorías retributivas» o «utilitaria »,
de «teorías de la prevención general» o
«de la prevención especial» o similares, sugiriendo la idea que la pena posee
un efecto (antes que un fin) retributivo o reparador, o que ella previene
(antes de que deba prevenir) los delitos, o que reeduca (antes que debe
reeducar) a los condenados, o que disuade (antes que deba disuadir) a la
generalidad de los ciudadanos de cometer delitos. Mas en una confusión análoga
caen también quienes producen o sostienen teorías sociológicas de la pena,
presentándolas como doctrinas de justificación. Contrariamente a los primeros,
estos últimos conciben como fines las funciones o los efectos de la pena o del
derecho penal verificados empíricamente; es así que afirman que la pena debe
ser aflictiva sobre la base de que lo es concretamente, o que debe estigmatizar
o aislar o neutralizar a los condenados en cuanto de hecho cumple tales
funciones.
Es esencial, en cambio, aclarar que las tesis axiológicas
y los discursos filosóficos sobre el fin que justifica (o no justifica) la
pena, y más en general el derecho penal, no constituyen «teorías» en el sentido
empírico o asertivo que comúnmente se atribuye a esta expresión. Éstas son más
bien doctrinas normativas —o más simplemente normas, o modelos normativos de
valoración o justificación— formuladas o rechazadas con referencia a valores.
Son, por el contrario, teorías descriptivas únicamente (y no «doctrinas») —en
la medida en la cual resultan aserciones formuladas sobre la base de la
observación de los hechos y con relación a que éstos sean verificables y
falsificables— las explicaciones empíricas de la función de la pena puestas de
manifiesto por la historiografía y por la sociología de las instituciones
penales. Las doctrinas normativas del fin y las teorías explicativas de la
función resultan además asimétricas entre ellas no sólo en el terreno semántico,
a causa del distinto significado de «fin» y de «función», sino también en el
plano pragmático, a consecuencia de las finalidades directivas de las primeras y
descriptivas de las segundas.
Propongo llamar «ideologías» ya sea a las doctrinas como
a las teorías que incurren en las confusiones antes indicadas entre modelos de
justificación y esquemas de explicación. Por «ideología» —según la definición
estipulativa que he asumido en otra ocasión — entiendo, efectivamente, toda
tesis o conjunto de tesis que confunde entre «deber ser» y «ser» (o bien entre
proposiciones normativas y proposiciones asertivas), contraviniendo así el
principio meta-lógico conocido con el nombre de «ley de Hume», según el cual no
se pueden derivar lógicamente conclusiones prescriptivas o morales de premisas
descriptivas o fácticas, ni viceversa. Llamaré más precisamente ideologías
naturalistas o realistas a las ideologías que asumen las explicaciones
empíricas (también) como justificaciones axiológicas, incurriendo así en la
«falacia naturalista» que origina la derivación del deber ser del ser; y
denominaré ideologías normativistas o idealistas a las que asumen las
justificaciones axiológicas (también) como explicaciones empíricas, incurriendo
así, para decirlo de algún modo, en la «falacia normativista» que produce la
derivación del ser del deber ser.
Diré, en consecuencia, que las doctrinas normativas del
fin de la pena devienen ideologías (normativistas) siempre que son
contrabandeadas como teorías, es decir, que asuman como descriptivos los que
sólo son modelos o proyectos normativos. Mientras, las teorías descriptivas de la
función de la pena devienen a su vez en ideologías (naturalistas) siempre que
son contrabandeadas como doctrinas, o sea cuando asumen como descriptivos o
justificadores aquellos que únicamente son esquemas explicativos. Tanto las
doctrinas ideológicas del primer tipo como las teorías ideológicas del segundo
son lógicamente falaces; esto ocurre porque ya substituyen el deber ser con el
ser, deduciendo aserciones de prescripciones, o ya porque suplantan el ser con
el deber ser, deduciendo prescripciones de aserciones. Unas y otras, además,
cumplen una función de legitimación o desvaloración del derecho existente; las
primeras porque acreditan como funciones de hecho las satisfacciones de los que
únicamente son fines axiológica o normativamente perseguidos (por ejemplo, del
hecho que a la pena se le asigna el fin de prevenir los delitos, las primeras
teorías deducen el hecho de que concretamente se les previene); las segundas,
porque acreditan como fines o modelos axiológicos para perseguir, aquellos que
solamente son las funciones o los defectos de hecho realizados (por ejemplo,
del hecho que la pena retribuye un mal con otro mal, estas teorías deducen que
la pena debe retribuir un mal con otro
mal). Una de las tareas del meta-análisis filosófico del derecho penal es la de
identificar e impedir estos dos tipos de ideologías, manteniendo diferenciadas
las doctrinas de la justificación de las teorías de la explicación, de suerte
que ellas no se acrediten o desacrediten recíprocamente.”[1]
[1] Luigi Ferrajoli, El Derecho Penal Mínimo, en Prevención
y Teoría de la Pena, Editorial Jurídica Conosur, Santiago, 1995, pp. 25-28.
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